LA

 

LENTE

 

CONVERGENTE

 

         

(DE RODA DE ISABENA A

 

FROMISTA)

 

                    Fernando Abad Maza

 

 

 

LA

 

LENTE

 

CONVERGENTE

 

 

 

(De Roda de Isábena a Frómista)

 

 

 

Quiero dedicar este escrito a mis hijos y a mis sobrinas, que como partícipes de dos culturas - castellana y ribagorzana - debieran conocer como en tiempos lejanos - hace de ello mil años- empezó a forjarse una relación entre ambas. Espero que el conocer la historia de sus antepasados y sus primeras relaciones les enriquezca como personas y les ayude a comprender la relación entre esas dos culturas que se puso de manifiesto una vez más a través de sus padres.

 

 

 

 

 

.... DE LA LENTE CONVERGENTE.

 

 

 

 

... si un objeto a está situado entre el foco F y el centro de la lente O, su imagen A, será mayor y en el mismo sentido.

 

 

  

 

... si un objeto a está situado más alejado del foco F, su imagen A, será mayor o menor, según sea la distancia de a al foco F, e invertida.

 

 

 

INTRODUCCION

 

 

La iglesia de San Martín en Frómista es una de las más bellas obras del románico palentino y podría decirse que es también uno de los más perfectos ejemplos de la arquitectura de mediados del siglo XI. Durante años estuve trabajando en sus proximidades y aunque siempre admiré su construcción, no me preocupé en demasía por su historia.

En un momento dado, y por casualidad, tuve constancia de que fue levantada por deseo de Mayor, condesa de Castilla, y ello provocó mi curiosidad porque aunque ese nombre fuera muy común en aquella época,  quizá era una coincidencia muy grande el que la última condesa de Ribagorza, fuera contemporánea de la condesa castellana y se llamara igualmente Mayor.

Me propuse estudiar el entorno de esos personajes y enseguida vi que ambas mujeres no solo estaban directamente emparentadas, sino que tuvieron mucha influencia una en otra. Al mismo tiempo me encontré con algunas sorpresas tan gratas que me impulsaron a escribir unas notas sobre ellas.

Esas notas empiezan con la consagración en Ribagorza a mediados del siglo X de dos construcciones religiosas, hoy desaparecidas, y de quizá escasa belleza: una catedral en Roda de Isábena y una iglesia en Campo.

Como una lente convergente que permite ver los objetos ampliados en su hermosura, los hechos que aquí se cuentan, hicieron posible pasar, desde esas dos iglesias, a que  mediado el siglo XI, tuviera lugar la consagración de otras dos: una hermosa cripta-catedral en Palencia y la más bella iglesia románica conocida hasta entonces en Frómista.

Ese es el origen del título de estas notas, sobre todo si pensamos que también la lente convergente puede permitirnos, según sea la distancia, invertir las imágenes. Algo parecido a lo que lo que sucede en nuestra historia.

Porque lo que aquí se cuenta es como y porqué una ribagorzana – Aba – llega a ser una de las primeras condesas de Castilla  y como y porqué una castellana – Mayor-  llega a ser la última condesa de Ribagorza.

Es este, como provocado por una lente, el resultado de unos hechos singulares ocurridos en un breve espacio de tiempo a caballo de dos milenios y que nos llevará a conocer por sus implicaciones, una parte importante de la historia de Ribagorza.

El contexto histórico en que se mueven los personajes es el que realmente ocurrió y la única licencia que me he tomado ha sido imaginar una relación, que por otra parte no se sabe si existió, entre dos personajes, que nos lleve a través del tiempo en esos años que se han dado en llamar “oscuros”.

Al establecer lugares y topónimos he respetado en general las denominaciones actuales para que podamos situarnos geográficamente, aunque debemos ser conscientes de que en esas fechas de finales del siglo X, muchos de los nombres que utilizo tenían una denominación distinta.

Estos hechos y esas iglesias en Ribagorza y Palencia, son los símbolos que enmarcan un siglo decisivo para la historia de las dos comunidades a través de una relación común. Algo parecido a lo que un milenio después ocurriría en mi propia familia a través de esa relación entre ribagorzanos y castellanos.

 

 

 

 

 

 

FAMILIA CONDAL DE RIBAGORZA

 

-          RAMON II  x GERSINDE DE FEZENSAC

 

o    ODESINDO (Obispo de Roda)

o    UNIFREDO x SANCHA

o    ARNALDO

o    ISARNO 

§GUILLERMO ISARNO (hijo natural de Isarno y Senegunda)

o    TODA x SUÑER DE PALLARS

o    ABA DE RIBAGORZA

 

 

 

FAMILIA CONDAL DE CASTILLA

 

-          FERNAN GONZALEZ x SANCHA DE NAVARRA

o    GARCIA FERNANDEZ DE CASTILLA

o    GONZALO x NUÑA

o    SANCHO

o    URRACA x ORDOÑO

o    NUÑA

o    NUÑO

o    FRONILDA

 

 

 

o    GARCIA FERNANDEZ DE CASTILLA x ABA DE RIBAGORZA

 

§  MAYOR  x RAMON III DE PALLARS

§  URRACA   (Abadesa)

§  SANCHO GARCIA x URRACA

·         NUÑA MAYOR x SANCHO III EL MAYOR

·         FERNAN SANCHEZ  (Muerto joven)

·         SANCHA

·         GARCIA SANCHEZ  (Asesinado)

·         TRIGIDIA  (Abadesa)

·         JIMENA

§  GONZALO

§  ELVIRA

§  TODA

§  ONECA

 

  

 

    (En negrita los condes)

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

  

 

(960-964)

 

 

 

 

 

 

 

Soplaba un viento frío en Roda de Isábena.  La cumbre del Turbón estaba nevada y enviaba hacia el sur rachas heladas en aquellos primeros días de noviembre.

 

Odesindo, obispo de Roda, aprovechaba los últimos rayos de sol que entraban en su aposento junto a la catedral. Ese aposento, muy humilde, era parte de la dotación que sus padres, los condes de Ribagorza Ramón II y Gersinde, hicieron al obispado y por ende a su hijo y a la sede catedralicia. En los tres años transcurridos, Odesindo pensó muchas veces que aquella dotación fue un mero acto simbólico, nunca reparado.

Convenía a los intereses condales la existencia de una sede episcopal diferenciada de la de Urgel, y era imprescindible contar con un templo que la acogiera. Y así, deprisa, sin el boato necesario para que todo el condado apreciara en verdad la importancia del acontecimiento, se consagró en Roda de Isábena la catedral dedicada a Santa María y San Vicente. 

Turbón, monte emblemático de la Ribagorza

 

 

La sede episcopal de Narbona había auspiciado en tiempos de Ramón I, la creación del obispado de Roda, en contraposición al poco interés o más exactamente animadversión mostrada por el obispado de Urgel y era ahora aquella misma sede, bajo la dirección del obispo Aimerico, la que dio paso a la creación de la sede episcopal en Roda y al nombramiento de Odesindo como su obispo.

De que fue una dotación simbólica motivada por las prisas, da fe su simple relación, impropia por completo de lo que hubiera sido normal para una catedral. Tan solo un cáliz, una cruz de plata y dos juegos de ropa eran los bienes de culto. Estaban acompañados, eso sí, de un misal, un leccionario y un antifonario. Odesindo se sonreía a veces al pensar que tuvo que pedir a su padre el conde Ramón que incluyera entre la dotación una campana. Y así se hizo aunque,  y este era el motivo de la sonrisa, quizá parecía más bien la diminuta campana de un simple oratorio, que la de una catedral.

Aunque el interés por la implantación de la sede episcopal en Roda debía ser grande, y siendo además que el conde determinó que Odesindo su hijo primogénito iba a ser el obispo, la dotación patrimonial del obispado fue tan escasa como dos pequeñas parcelas de tierra arable y una diminuta viña, aparte de la casa desde la que en esos momentos Odesindo veía oscurecerse la tarde.

En esas reflexiones se movía a causa de que dentro de cinco días consagraría en Campo, cabecera del Valle Axén, la iglesia de Santa María y cuanto conocía acerca de esa tierra, de sus moradores y dirigentes le hacía suponer que se encontraba ante la más pujante de las poblaciones de su obispado.

Allí, la iniciativa del presbítero Aznar, había convencido muchos años atrás a los habitantes del valle, de la necesidad de levantar de nuevo el templo que en su día fue arrasado por Al Tawil, el caudillo árabe de la cora de Huesca. Bajo su dirección, y con el posterior empuje de los presbíteros Viator y especialmente Longobardo, había llegado el día en que el templo estaba prácticamente finalizado e iba a ser consagrado en honor no solo de Santa María, sino también de San Miguel y San Vicente.

La pujanza del Valle Axén estaba fundamentada sobre todo en la roturación, hacía unas décadas, de importantes superficies de bosque entre el río Esera y el río Rialgo. Eso había garantizado no solo la riqueza de los habitantes, sino la posibilidad de construir la iglesia y dotarla como hasta entonces ninguna iglesia de Ribagorza había sido dotada.

Según sus noticias, la disponibilidad de tierras iba a permitir que la iglesia de Santa María contara con tres huertos –uno a orillas del barranco de San Miguel- seis parcelas de cultivo y dos viñas. Y esto apenas indicaba nada frente a una dotación de libros religiosos que a buen seguro tardaría mucho tiempo en verse superada por iglesia alguna en Ribagorza. Nada menos que aparte del misal, la iglesia iba a contar con un libro de oficios, dos antifonarios, un himnario, un sermonario y un psalterio.

Muy bien debía haber trabajado Longobardo. ¿Sería cuestión baladí acercarlo a los dominios de Roda? Tal vez sus buenos oficios consiguieran mejorar el patrimonio de la diócesis y por ende de su obispo.

Sin embargo, la vieja normativa visigótica nunca olvidada que regulaba la participación de los presbíteros en los bienes generados por su iglesia, permitiría que Longobardo tuviera siempre un mejor porvenir en el Valle Axén que en Roda. No sería fácil convencerlo para que dejara las proximidades del Esera....

Aunque la consagración de Santa María iba a ser un acto de carácter eclesial, y los condes no habían tenido participación alguna en su construcción, sí querían asistir a la consagración. Su padre Ramón había decidido que sería conveniente que él, Odesindo, se reuniera con los condes para hacer juntos el viaje desde el Isábena hasta el Esera.  Le habría gustado que su hermano Unifredo les hubiera acompañado, pero se quedaría al frente de los intereses condales en Beranuy.

Así que la víspera de la consagración, apenas amanecido, iniciaban el camino hacia el norte. Atravesaron el estrecho paso de Peña Blanca, con unos enormes carámbanos de hielo pendiendo de las paredes. Tras dos horas de camino llegaban al Barranco de Villacarli. Allí debían esperar a sus padres, que aunque no habían llegado aún, a no mucho tardar aparecerían por el camino que bajaba desde  Obarra hasta Roda junto al río Isábena.  Habrían pernoctado en el Monasterio de Obarra, que junto con el de Alaón, en la orilla del Noguera Ribagorzana, eran los núcleos religiosos y culturales más importantes del condado. Ambos tenían una situación geográfica similar puesto que estaban a la orilla de un río, justo aguas abajo de un gran desfiladero y situados, Obarra de forma más evidente, en una especie de gran cuenco de piedra.

Ya estaba el sol bastante alto, y se empezaba a agradecer su calor, cuando apareció a la vista la comitiva condal.  Aparte de los condes iban al menos otras diez personas y entre ellas destacaba sobre todo la hermosa cabellera rubia de Aba, que últimamente era inseparable de la condesa. El abad de Obarra, Lebila, con su poblada barba, apenas dejaba entrever su rostro embozado por un tosco tejido.

Tras los saludos y comentarios, decidieron iniciar la marcha, enviando un adelantado que indicara en Campo a Longobardo la llegada de los Condes para esa tarde. Si el viaje discurría con normalidad, comerían en algún lugar de Bardaxí y a media tarde podrían estar descansando en Campo.

Atravesaron el valle de Lierp, totalmente rodeado por pinares enormes, hasta llegar a lo alto de Zircurán  ya a la vista del Valle Axén. Desde allí, siempre que Odesindo llegaba, no podía por menos que admirar la amplitud del valle, todo él cubierto de robles y sajado en su centro por el Rialgo, como una línea clara serpenteante en medio de tanto ocre dorado.

Casi anochecía cuando la comitiva llegó a Campo. Ya Longobardo había dispuesto alojamiento para todos y una frugal cena con queso, almendras, nueces y frutas secadas al sol.  Mientras cenaban, y después de explicar el presbítero con todo lujo de detalles el proceso de construcción de la Iglesia y las aportaciones realizadas por los pobladores del Valle Axén para su construcción, pasó a detallar las aportaciones que iban a constituir la dotación de la Iglesia. Y así fue como Odesindo pudo confirmar al detalle la información que ya poseía, acerca de los bienes que de una u otra manera pasaban a engrosar los bienes eclesiales de su obispado.

Altemir estaba contento. Como uno de los mayores propietarios, se sentía especialmente orgulloso de mostrar a los condes y su séquito la prosperidad del valle, del que podía sentirse casi representante. Entre él y las familias de Alós y Ballarín habían donado los bienes de la iglesia de Santa María a excepción de una de las viñas. Sabía el aprecio que la condesa Gersinde tenía por quienes se interesaban por ella y ello sería motivo suficiente para llevar la conversación tras la cena hacia ella y la situación de su familia. Y tenia interés en llevarse bien con la condesa...

Según sus últimas informaciones, traídas hacía casi un mes por unos familiares, su padre el conde de Fezensac, William I, había enfermado y tenía temblores que los médicos no alcanzaban a controlar. Su madre Garsenda se había trasladado a Toulouse para visitar a su hermano el conde Raymond II de Toulouse también enfermo.

Tras esas noticias, Gersinde estaba en el convencimiento de que a no tardar debería cruzar los Pirineos para asistir al funeral de su padre o de su tío. Los dos condados tenían un incierto porvenir, y quizá debería ser ella quien decidiera los criterios de elección de los nuevos condes.

Ramón, cansado del viaje, apenas dio explicaciones a las preguntas de Altemir sobre sus familiares. No era tan explícito ni locuaz como su esposa. Fue esta quien de nuevo explicó que su cuñada Aba, la Besaluona, llevaba una venturosa vejez en el condado de Cerdeña, atendida en todo momento por su hija Oliva.

Mucho más explícita fue al detallar su opinión sobre su ex-cuñada navarra Belasquita de quien a veces dudaba si no enviudaría por tercera vez.  Siempre admiró Gersinde la vitalidad de una mujer que, cuando ella se casó con Ramón, ya había enviudado de Munio, el señor de Alava, muerto tan solo dos años después de casarse y de Galindo el hermano de Ramón que había convivido con ella dieciséis años. Se había casado de nuevo con Fortún hacía unos nueve años, y ya estaba éste delicado de salud. Y con tres maridos, no había tenido ningún hijo.

Ramón se quedó dormido durante el relato de su esposa, y ya avanzada la noche, se acostaron. El siguiente día iba a ser en principio glorioso para Ribagorza y especialmente para su obispado pues iba a consagrarse la más rica iglesia del condado.

Odesindo tenía ante sí, aquella mañana luminosa del 13 de noviembre, más de sesenta fieles. Del psalterio leyó salmos que ninguno de los presentes, e incluso él mismo, llegaba a entender completamente. Y cuando al finalizar los ritos de consagración de la Iglesia, fue a conocer las dotaciones junto con Longobardo, los Condes y los donantes –Altemir y Alós aparecían como representantes de todos los habitantes del Valle Axén- , llegó al convencimiento de que al igual que en Obarra, en Alaón o en Lavaix, si allí se hubiera levantado un monasterio, sería sin duda el más rico del condado.

Nunca en el valle Axén, había habido una celebración en la que todos los habitantes del valle e incluso algunas familias de Bardaixín y Lierp, estuvieran presentes. Junto a la iglesia, se habían preparado mesas para los notables y frente a ellos, en grupos alrededor de pequeñas hogueras, estaban dispuestos para comer todos los asistentes. Después de la comida y cuando ya el sol se escondía tras el Caixigá, se hizo un último acto religioso en el que Longobardo en nombre de los moradores del valle agradeció a la familia condal su asistencia.

Pero iba a ser además un día decisivo para la futura historia de Ribagorza, porque ese día en Campo, los Condes de Ribagorza Ramón y Gersinde, iban a analizar y discutir, junto con Odesindo y sobre todo con el abad Lebila, un acuerdo que determinaría el futuro de su hermosa hija Aba, la del pelo dorado. Un acuerdo para el que Ramón necesitaba el apoyo de su hijo y obispo Odesindo frente a la postura enquistada del abad Lebila y ese apoyo, no había podido ejercerse hasta ese día en que ambos dignatarios, obispo y abad, se reunían por primera vez en mucho tiempo.

Los dos sabían que el conde Ramón había recibido hacía un tiempo la petición formal  por parte del conde Fernán González de Castilla, de solicitar a su hija Aba como esposa de García Fernández, su hijo y futuro heredero del condado de Castilla. Pese a conocer todos esta circunstancia, no había habido oportunidad de discutir entre los tres, las condiciones y conveniencia de ese enlace. Y esa primera oportunidad de analizarlo debía ser aprovechada.

 

Empezó planteando Ramón la conveniencia de la boda desde un punto de vista de seguridad condal. Estrechar relaciones por vínculos familiares con Castilla, completaría las ya asentadas con Pamplona, y los Condados de Cerdeña, Ampurias, Besalú, Pallars, y los francos de Fezensac y Toulouse. El problema que se presentaba era la escasez de recursos condales que permitieran otorgar una dote adecuada a los requerimientos de Castilla. Y ni la familia condal, ni los monasterios de Lavaix y Alaón estaban en condiciones de poder aportar algún bien que pudiera constituir una dote acorde con la dignidad condal de la futura esposa.

Monasterio de Obarra

 

 

Pero sí podía el Monasterio de Obarra otorgar dicha dote. Y eran unos bienes que en cierto modo procedían de la propia familia condal, lo que supuso que Ramón pudiera plantear al abad Lebila la conveniencia de disposición de una parte de esos bienes. Y este había estado dando largas al conde en las dos o tres oportunidades en que el tema había sido planteado. Confiaba en la capacidad de presión y de persuasión de Odesindo que conocía, como casi todo el mundo, el origen y cuantía de ese tesoro del Monasterio de Obarra.

Ramón I, el abuelo del actual conde, casó con una hija de Ibn Lope, emparentado con la familia de los Banu Quasi, una de las más poderosas familias de la Marca Superior. Uno de los hermanos de ella, estando como gobernador en la cora de Lérida,  tuvo algún enfrentamiento con sus súbditos, y pidió apoyo y refugio a su cuñado Ramón. Este le acogió de buen grado junto con un grupo de fieles seguidores. Pasado el tiempo Ramón, deseoso de poder contar con las riquezas de sus invitados, acabó con ellos y se apropió de sus bienes. Había que cargar esas muertes a alguien y además de forma que pudiera ser creíble. Se dijo que eran culpables un grupo de proscritos que se dijo vagaban por la zona del Chordal. Esa mala fama le venía a ese monte desde mucho tiempo atrás porque bajo él se encontraba uno de los cruces de caminos más transitados de Ribagorza. Cuando el paso de Arás estaba impracticable por nieve, la mejor comunicación de Ribagorza con Super Arás era a través de ese paso a los pies del Chordal. Era por tanto muy transitado y además de fácil escape para los salteadores, puesto que tenían todas las posibles rutas a su alcance. Ningún sitio mejor por tanto para justificar una desaparición que no fuera nunca descubierta.

Un tiempo después Ramón, lleno de remordimientos llamó al abad Ramiro de Obarra y en confesión hizo donación al monasterio de un tesoro consistente en todos los bienes pertenecientes a sus antiguos invitados. Hacía más de cuarenta años de ese acontecimiento, y Lebila, actual abad de Obarra, era consciente de que Ramón II al reclamarlo, sabía a través de su padre Bernardo Unifredo, el origen y cuantía de ese tesoro.

Y sabiendo que en su origen estaba manchado de sangre, no pudo por menos que ceder a las presiones de Odesindo tendentes a que no debía la iglesia enriquecerse con bienes procedentes de graves ofensas a los mandatos divinos.

Y así fue como el abad Lebila, aceptó en principio donar al condado su tesoro como dote del matrimonio de Aba con García Fernández. Solo faltaba plantearlo a la comunidad de monjes y esperar su aprobación. En la consagración de la Iglesia de Sta. Cecilia de Fantova el primer día del año 960, el abad Lebila daría la confirmación o denegación de la donación de la dote de Aba por parte del Monasterio de Obarra.

Detalló Lebila el tesoro de esta forma: una copa y una espada de oro, un freno de caballo con bocado de plata y sobredorado, cuatro espadas, cuatro lorigas y cuatro frenos de caballo con sus bocados, dos sillas de montar y varias espuelas de hierro y plata, un cobertor de piel curtida y un pabellón de cama bordado en hilos de oro.  No iba el Monasterio a quedarse ninguno de los bienes donados en su día por Ramón I.

Bien podría el condado de Castilla darse por satisfecho y bien obligado quedaba el conde Ramón II y sus descendientes con el Monasterio de Obarra.

Estaba helando fuertemente en Campo cuando, ya mucho más tranquilos por el acuerdo adoptado, iban a dormir.

Odesindo sabía que había ganado la partida, y que su familia iba a poder asegurar no solo el futuro de su hermana Aba, sino también la relación del Condado de Ribagorza con un fuerte poder condal emergente en Castilla.

 

Sabía a ciencia cierta que en Fantova, unos días más tarde, la respuesta de Lebila no podría ser otra que un acuerdo total del monasterio de Obarra aceptando la cesión del tesoro a la familia condal.

 

 

 

II

 

Si se observaba con descuido, la vega parecía nevada. En realidad eran los efectos de la fuerte helada caída en la noche. Tan solo la oscura línea del Arlanzón rompía el fantasmagórico efecto que se divisaba desde el castillo de Burgos.

Desde allí, desde lo alto del castillo y a la vista de la espléndida vega, Fernán González casi siempre recordaba a Amaya, su primera sede condal, en la que empezó a cimentar el poder que ahora ostentaba. Recordaba como se hizo con el dominio del señorío de Alava, con el de Cerezo y Briviesca y con el de Lantarón-Miranda. Como más tarde se anexionó el señorío de Burgos y consciente ya de su poder, se lanzó a la expansión condal hacia tierras de Lara, agrupando todas esos territorios bajo un nombre nuevo, por él creado, de condado de Castilla.

Desde Burgos, avanzadilla de las tierras cristianas, iba a poder controlar todo cuanto al norte del Duero había. Enormes extensiones de bosque apenas holladas por el hombre a lo largo de los tiempos.

Esa mañana, Fernán González intentaba alejar de sí la inquietud de la pasada noche. No había podido dormir asaltado por los recuerdos de sus seres queridos. Hacía apenas un mes que había enterrado a su esposa Sancha Sánchez . Contrajo nupcias con ella al poco de haber quedado viuda, y en los veintiocho años que duró el matrimonio siempre habían tenido una complicidad y un afecto que rebasaba la relación normal de un casamiento de conveniencia como fue el suyo. 

No había tenido buena estrella en su matrimonio.

Su hijo Gonzalo, señor de Lara y la Bureba, había fallecido doce años atrás al poco de casarse con Nuña, una sencilla y hermosa dama que pese a no haber tenido hijos, seguía ostentando la dirección de los bienes del señorío, apoyada en todo momento por su suegro.

Su hijo Sancho, señor de Alava, había muerto unos meses antes de casarse, hacía tan solo cuatro años con apenas veinte años de edad.

La hija preferida, Urraca, ha sido golpeada por la vida en toda su crudeza. Fue repudiada por su primer marido Ordoño III, y su segundo marido, Ordoño IV, después de haber sido destronado, había buscado refugio en tierras musulmanas. Al parecer estaba por tierras cordobesas no se sabía muy bien si en calidad de invitado o de prisionero.

Y sus otros hijos...  Pronto volvería a verlos a todos juntos, puesto que había mostrado especial interés en que toda la familia se reuniera en la celebración de los esponsales de su hijo y sucesor García Fernández.

La boda se celebraría a finales de mayo. Pasados los rigores del invierno y con los calores del verano aún por llegar, sería la fecha más adecuada.

Estando ya lo suficientemente emparentado con sus vecinos leoneses y navarros, deseaba ampliar sus alianzas con otros núcleos de poder y nada mejor que hacerlo mediante lazos familiares. Lo único que sabía Fernán González de sus futuros parientes era a través de referencias de la familia pamplonesa de su difunta esposa Sancha. Ellos conocían y habían tratado a los ribagorzanos a través de Belasquita y mediante el conocimiento que por razones familiares habían tenido de ellos los condes de Aragón.  Sobrios, parcos en palabras y adustos, le habían dicho que eran. Pero menos que los castellanos, le acabaron por insinuar. Vivían en una región montañosa, fría y no muy rica por lo que cabía esperar una similitud de ambiente en el que ambos grupos familiares se desenvolvían.

Le fue anunciada a primeros de mayo la llegada de una delegación ribagorzana que acordaría y formalizaría los últimos detalles de la boda. Al parecer se personaban dos hermanos de la novia, uno de ellos obispo de Roda, una sede episcopal que él, Fernán, ni siquiera conocía y el otro un joven apuesto llamado Isarno que pese a su corta edad, tenía al parecer un amplio grado de confianza de su padre, el conde de Ribagorza.  Les acompañaría, según el emisario, el abad de uno de los monasterios existentes en el condado. Desconocía que misión iba a tener dicho abad en aquella delegación y desconocía también que era el propio abad quien había impuesto su presencia en ese grupo para poder determinar si el destino que iba a tener el tesoro del monasterio de Obarra  era el adecuado.

Mientras esta representación negociaba los términos exactos del matrimonio y determinaba la dote y el rango y beneficios que iban a obtener los nuevos esposos, el grueso de la comitiva ribagorzana iba a emprender el largo viaje hacia Castilla.

La comitiva estaba compuesta por los condes Ramón II y Gersinde, el hijo de ambos Unifredo con su esposa Sancha, Guillermo, como único representante de la rama familiar en el Valle Veira-Vellasia y los abades de Lavaix y Alaón. La novia Aba parecía ensimismada y no era consciente, al parecer, que quizá nunca más volvería a ver sus tierras ribagorzanas. A todos ellos los acompañaban cinco escuderos y cuatro muleros a cargo de la reata de caballerías.  El conde, a pesar de que no gozaba de muy buena salud, tenía una gran ilusión puesta en el desarrollo de este viaje, por lo que supondría de conocimiento de otros centros de poder y otras formas de organizarlo.

Después de un primer día de viaje, se alojaron en el Valle Axén, dispuestos a cruzar el río Esera a la mañana siguiente. Lo atravesaron por el vado de Peralta y luego, tras subir por la ladera, llegaron al collado cerca de Naspún.  Desde allí se admiraba una hermosa vista no solo del Valle Axén, sino también del valle de Nocellas, así como de los ríos y barrancos y sobre todo de los majestuosos Cotiella, Zerbín , Turbón y Galirón.

Mientras descansaban un rato, el abad de Alaón, Altemir, dijo que ya que estaban allí, les iba a explicar una historia que se contaba procedente del pequeño monasterio de San Pedro de Tabernas y que en cierta manera afectaba a un poder existente en la zona que estaban contemplando, muchos años antes de que la familia de los actuales condes de Ribagorza dominase esas tierras. Quizá la lejanía de su monasterio al lugar de los hechos, le hiciera confundir algún detalle que si hubiera estado con ellos el abad de Obarra, Lebila, habría podido puntualizarlo con mayor exactitud.

Según decían, cuando Abd el Rhaman I devastó Pamplona, hacía de eso casi ciento ochenta años, y se dirigía después hacia la Cerdaña al otro lado del Pirineo, acampó y sometió a tributo personal a los entonces habitantes del Valle Axén. Ese valle estaba entonces bajo la jerarquía de Aben Belascut.  Lo sorprendente es que su padre,   Belascut, había sido un importante personaje visigodo de la zona, que sufrió en sus carnes la invasión musulmana y se retiró después al Monasterio de San Pedro de Tabernas. Allí acabó sus días relatando sus vivencias y las de los obispos que huían del Islam. No tendría nada de especial esa historia a no ser porque se decía que allí donde estaban en ese momento, era el lugar en que le había sido cortada por los musulmanes una oreja al tal Belascut.

Acabado el relato, ninguno de los presentes dijo haber oído nunca algo referente a esos hechos y fue una historia a la que dieron poco crédito. Jamás habrían podido suponer que muchísimos años después, sus descendientes profesarían una devoción a ese monje Belascut, que fue a la vez uno de los primeros personajes del Valle Axén del que quedarían referencias históricas expuestas sobre todo por aquel mismo pueblo que le cortó las orejas.

Bajaron la montaña hasta pasar bajo el castillo de San Martín, junto a una pequeña iglesia al pie de la Peña Montañesa, que desde que decían que albergaba los restos de San Victorián, iba adquiriendo cada vez más renombre e importancia. Faldeando la Peña Montañesa, al final de la tarde llegaban a orillas del Cinca, aguas arriba de Ainsa. Era esta una plaza dominada por los musulmanes muy bien fortificada en la confluencia de los ríos Ara y Cinca.

Al amanecer cruzaron el Cinca y todo el día siguiente caminaron río Ara hacia arriba hasta llegar a la desembocadura del barranco de Otal. Fue una jornada penosa, con un continuo sube y baja y con las caballerías y los hombres agotados.  Allí hicieron noche y a la mañana siguiente, como hasta entonces, cuando aún no había crecido el río por el deshielo, lo vadearon, dispuestos a emprender posiblemente la jornada más dura del viaje.

Tuvieron que ascender hasta Basarán en Sobrepuerto por un camino apenas transitado. La única persona con la tropezaron en lo alto del puerto, les contó una extraña historia acerca de otra comitiva matrimonial de una mujer joven, Orosia, procedente de Oriente a la que allí los sarracenos habían cortado los pechos por querer defender su virtud. Ante el estupor que mostró Aba, intentó suavizar su comentario diciendo que aquello había sucedido hacía mucho tiempo, y que entonces no había ya sarracenos por esos lugares.

Hubo luego que descender por la ladera hacia el río Gállego, y bajar por la orilla  hasta  encontrar un buen vado cerca de un castro llamado Lárrede, justo frente a la pequeña fortaleza de Senegüé. Tanto allí en Lárrede, como en Oliván, la primera población que habían encontrado junto al río, habían podido contemplar unas iglesias recién construidas y con una forma bastante diferente de lo que era normal en Ribagorza. Se adivinaba que esa zona, con mucho terreno ya roturado y puesto en cultivo, era una región muy rica. Ante ellos se abría un valle mucho más amplio que cualquiera de los existentes en Ribagorza.

Cruzaron el río con más apuros de los previstos, pues era un vado engañoso y hubo algún problema con dos mulos. Tras pasar junto al monasterio de San Martín de Cercito y el castillo de Santa Cruz de Eresún, al atardecer llegaban a Jaca, una pequeña aldea fortificada en la ladera del barranco de Membrilleras.  Se presentaron al tenente y al explicarle que Ramón, el conde, era sobrino de Andregoto la condesa de Pamplona y Aragón, dado su rango, se les permitió la estancia en el recinto protegido. 

 

Adquirieron vituallas al día siguiente antes de partir. Los abades de Alaón y Lavaix, estaban deseosos de conocer la estructura clerical del antiguo condado de Aragón, que en ese momento, por avatares de la historia, se encontraba bajo la dirección de Pamplona. El tenente de Jaca les informó, y algo de ello ya sabían los abades, que el centro eclesial más importante, y sede episcopal estaba en San Pedro de Siresa donde casi un centenar de monjes guardaban celosamente verdaderos tesoros culturales. Allí habían estado, hasta hacía unas décadas en que San Eulogio los llevó a Córdoba, El libro de la ciudad de Dios de San Agustín y La Eneida de Virgilio, además de escritos de Flaco, Juvenal, Porfirio, Avieno y tantos otros grandes hombres ilustres.

 Ese monasterio, les indicó, quedaba muy alejado de su ruta, pero sin embargo, sí pasarían junto a otro incipiente monasterio, el de los santos Julián y Basilisa, que estaba adquiriendo gran importancia.

Aún les faltaba casi una hora de camino para llegar a él, cuando empezó a llover. Según el guía que les acompañaba, el monasterio estaba al final de aquél circo de piedra frente al que se encontraban. No era fácilmente entendible que en una zona como aquella, sombría y apartada pudiera estar desarrollándose un centro religioso. Cuando llegaron al cenobio seguía lloviendo. Unicamente había seis monjes y entre todos, lo más rápidamente posible, acomodaron a los animales bajo la enorme cueva natural en la que estaba enclavado el monasterio. Este consistía apenas en una pequeña cripta con un altar prácticamente excavado en la roca, y unas pequeñas dependencias anejas en las que desarrollaban sus actividades. Estaba en construcción, pero no parecía que con mucho empeño, un edificio lateral que serviría como estancia para los monjes.

El presbítero Transirico explicaba a los abades la situación eclesial del territorio. Les habló de los monasterios de Iguácel, de Ciellas y de San Adrián de Sasabe, les comentó el porqué el obispo se había trasladado a San Pedro de Siresa y les amplió la información sobre ese gran monasterio.

Al día siguiente, domingo, celebraron los oficios religiosos. Los abades ribagorzanos apreciaron en su valía el poder contar con una iglesia y unos medios religiosos adecuados. Así, con toda la pompa y ceremonia que la ocasión permitía agradecieron a Dios que hasta entonces el viaje estuviera desarrollándose sin contratiempos y pidieron encarecidamente que siguiera deparándoles su protección.

Esa tarde los monjes les mostraron su confianza en lo manifestado en alguna ocasión por Sancho Garcés, el hijo del actual conde, en el sentido de que el centro religioso y político del condado debía trasladarse más hacia el sur, y que el monasterio de S. Juan Bautista y Jaca podrían ser esas dos sedes.  Si eso llegara a ser así, algún día el monasterio sería sin duda el centro más importante de la zona y a eso estaban ellos en principio dedicando sus esfuerzos.

Seguía lloviendo, y podían apreciar la gran ventaja de aquella ubicación en la que el monasterio se encontraba. Allí nadie necesitaba protegerse de la lluvia. La propia roca era el techo.

Amaneció un día radiante y eso congratuló a todos, puesto que  ya empezaba a ser inquietante que desde hacía cuatro días el cielo estaba encapotado.

Salieron más tarde de lo esperado, tras despedirse de los monjes y agradecerles sus atenciones. Ya sin guía, tan solo tenían que seguir el curso del río Aragón hasta que encontraran un lugar adecuado para acampar. En todo el día no encontrarían ningún núcleo importante habitado, pese a que el camino discurría por un terreno prácticamente llano. Sin embargo era una zona totalmente boscosa y aunque en principio parecía apropiada para salteadores, no debían temer ese peligro, según les habían indicado los monjes. Había tenido buen cuidado García Sánchez de eliminar esa plaga que en otras zonas, la propia Ribagorza entre ellas, limitaba y coartaba el comercio y los desplazamientos.

Casi anochecía cuando llegaron a los alrededores de Ruesta. Desde Ainsa no habían visto una fortificación que mereciera tal nombre. Vista desde el fondo del valle, junto al monasterio de San Juan, la torre defensiva parecía más imponente. La jornada había sido muy agotadora al estar los caminos llenos de barro y por ello decidieron acampar allí, junto al monasterio, sin subir al pueblo amurallado. El abad de San Juan, Aznar ofreció estancia a sus colegas los abades de Alaón y Lavaix, pero no al resto de la comitiva, por lo que estos declinaron el ofrecimiento.

Lo más preocupante era que al caer la tarde de nuevo se había nublado el cielo y posiblemente seguirían las lluvias.

Al poco de salir al día siguiente, pasaron frente a la ladera donde se asentaba el monasterio de Leyre. El abad Quinto de Lavaix, mostró verdadero interés en conocerlo, pero el conde Ramón, cortó cualquier intento de retrasar más el viaje y recordó a todos los presentes que el objeto principal era el llegar a Castilla lo antes posible. Empezaban sin duda a pesar las jornadas de viaje a un cuerpo cansado y envejecido como el suyo.

 

Cuando a media tarde llegaron frente a Sangüesa, el río Aragón bajaba bastante crecido. El vado que debían utilizar, aún siendo muy bueno, no ofrecía muchas garantías y ni los abades, ni mucho menos el conde, estaban convencidos de cruzarlo. Preferían esperar aunque fuera unos días hasta que las aguas rebajaran. Sin embargo, dos hechos hicieron que, afrontando el riesgo, se decidiera cruzar el vado.

El primero de ellos fue que dos viajeros, con una reata de tres mulos, cargados hasta los topes, sin asombro alguno de duda, iniciaron el cruce del vado y lo finalizaron sin problema alguno. Y en ningún momento la fuerza del agua pareció causar problema alguno a las caballerías. 

El segundo fue que empezó a llover. Y si en ese momento bajaba mucha agua, previsiblemente bajaría más a no mucho tardar. Así que se decidió cruzar el río Aragón y sorprendentemente, al igual que sucedió con los viajeros, no hubo problema alguno. La mala experiencia que hubo al atravesar el Gallego, por fortuna no se repitió. Aunque pensaban haber llegado hasta un pueblo importante llamado Aibar en esa jornada, la lluvia les hizo decidirse a quedarse en Sangüesa. A fin de cuenta era una zona de paso del río Aragón y habría viajeros con quienes conversar..

Dos días después iniciaron de nuevo el camino en un continuo sube y baja suave. Pasado un pequeño pueblo al que llamaban Lerga, llegaron al río Lidacos y allí decidieron pasar la noche.

A diferencia de los días anteriores, no se veía ni una  sola nube. Ya a la vista de Artajona pudieron apreciar la importancia de esa ciudad, pues para su sorpresa, el señor de Artajona, al frente de un grupo de hombres a caballo, salió a recibirles. Al parecer uno de los viajeros con los que habían entablado relación en Sangüesa, le había puesto en aviso de su próxima llegada. Conociendo el parentesco que la comitiva tenía con el conde de Pamplona su señor, no había dudado en ofrecerles un buen recibimiento y cuanto apoyo necesitaran. Allí pasaron la noche, y por primera vez en muchos días pudo el conde Ramón descansar en un lecho apropiado a su dignidad. Y tanto fue así que hasta se permitió alguna “licencia” con Gersinde, algo que en mucho tiempo ni había rondado por su imaginación.

Asistieron al día siguiente a las celebraciones religiosas y se sorprendieron al ver la gran cantidad de feligresía que se congregó en el pueblo procedente de varios castros y aldeas de los alrededores.

Esa tarde se suministraron de víveres y acordaron que dos escuderos les acompañarían hasta llegar a Andión en la orilla del río Arga.  Como pronto verían a García Sánchez, que según todos los indicios se encontraba en Nájera, tuvieron buen cuidado en indicarle al señor de Artajona que el conde tendría exacto conocimiento de sus buenas atenciones para con la comitiva ribagorzana.

Dos días más tarde llegaban a Logroño. Y allí estaba el Ebro. Según los ribagorzanos que habían llegado a visitar la cora de Lérida, al sur de esta pasaba un río llamado Ebro, más grande que cuanto hubieran podido siquiera imaginar. Y ellos en esa tarde de mayo, tenían frente a sí aquel río tan grande con el que en muchas ocasiones habían soñado.

Y la verdad es que no era para tanto. De hecho, después de vadear el río Aragón, no les producía especial impresión cruzar el Ebro por aquel punto. Y en parte era lógico puesto que el propio nombre de la población así lo manifestaba:  Gronio en celtíbero significaba vado y allí, ante ellos, estaba el mejor vado del Ebro en muchos kilómetros.

Nada más cruzar el río se presentaron dos caballeros enviados desde Nájera por García Sánchez I de Pamplona. Tenía conocimiento de su llegada a través de un enviado del señor de Artajona, y había decidido mandar una pequeña comitiva de recibimiento.

Aquel territorio sí que era verdaderamente distinto de los estrechos valles ribagorzanos. Allí había viñas mayores que todas las que hubiera en cualquiera de los castros de Ribagorza. Los acompañantes les indicaban que cuanto veían estaba en realidad bajo la dependencia de tres poblaciones: Nájera, Albelda y Viguera. Pero no dejaban de alabar las riquezas y poder de una ciudad musulmana que se encontraba aguas abajo llamada Calahorra que era sin duda el bastión más apetitoso para los condes de Pamplona y que sin duda algún día incorporarían a sus territorios.

Ya desde lejos se apreciaba que Nájera, a la otra orilla del río Najerilla, era una ciudad importante. La más grande concentración de personas que ninguno de los ribagorzanos hubiera visto nunca.

El color rojo de las rocas, especialmente en la base del castillo, era algo a lo que tampoco estaban acostumbrados los ribagorzanos. Únicamente en Super Arás, en algunas zonas más arriba de Benasque y en los altos de Señin, se veían grandes formaciones de tierra roja parecida a aquella que tan abundante era en Nájera.

Entre el Cerro Malpica y el Cerro del Castillo, se divisaban multitud de cuevas que servían de morada a muchos habitantes del poblado. Desde hacía un tiempo abajo en el valle a orillas del río, se habían empezado a levantar muchas construcciones.

Los condes de Pamplona estaban de paso en la ciudad, como muchas otras veces. Era aquella, como casi siempre, una larga estancia en la ciudad pues no en balde a era uno de los puntos de mayor actividad militar y económica de su condado.

La condesa Andregoto recordó anécdotas de su padre Galindo II de Aragón, muchas de ellas desconocidas para el conde Ramón II  su nieto. Bien es verdad que  la madre de Ramón, Toda, era hermana de Andregoto únicamente por vía paterna. Preguntó mucho por ella y Gersinde no pudo por menos que contarle, con mucha benevolencia como habían transcurrido los últimos años de su vida.  Aunque había muerto hacía apenas tres años, en medio de grandes dolores, suministraron a Andregoto una versión muy dulcificada de esa muerte.

También quedó clara la influencia de la familia condal pamplonesa en el concierto de aquella boda. Ellos eran los que habían puesto en conocimiento de Fernán González la existencia de un núcleo de poder más al este de los dominios navarros, con el que sería conveniente estrechar más los lazos de parentesco. Y de todas las opciones posibles, ninguna satisfizo más a Fernán para su hijo que la de Aba de Ribagorza.

El resto del viaje hasta Burgos lo realizarían en compañía de Sancho Garcés, hijo del Conde.  El iría a la boda en representación de la familia condal pamplonesa.  Era uno de los sobrinos preferidos de su tía Sancha, la recientemente fallecida esposa de Fernán González, y  había congeniado muy bien con su primo García el futuro esposo de Aba. Hasta se permitía en el viaje contarle a ella anécdotas de su futuro esposo.

Tras hacer noche en Grañón se adentraron en los montes de Oca, una auténtica maraña boscosa muy propicia a la aparición de salteadores.  Por fortuna la comitiva en ese momento era ya muy numerosa y bien nutrida de hombres armados.  En las afueras de Villafranca,  pasarían la ultima noche del viaje. Cuando llegaron, casi anocheciendo, ya estaban esperándoles no solo García Fernández el novio, sino también Isarno y Odesindo, los emisarios de Ribagorza.

Odesindo les comunico inmediatamente cuantas novedades se habían producido en la negociación, indicando a sus padres los condes, lo gratamente impresionado que había quedado el conde Fernán González  por la dote aportada. Al menos los bienes y alhajas de aquellos infortunados musulmanes asesinados por Ramón I habían servido para dejar el poder económico de Ribagorza en lugar más alto que el que tenía realmente.

Al día siguiente, en la pequeña iglesia de Villafranca se hicieron las celebraciones religiosas. El presbítero, por indicación de Sancho Garcés, quedó encantado de que dos abades de sendos monasterios tan distantes de aquellas tierras, concelebraran las ceremonias religiosas. Alguna observación habría hecho él a aquella forma de ejecutar los ritos, pero eran abades y alguna razón tendrían…

 

A sus veintidós años García Fernández estaba en todo su esplendor juvenil. Robusto, apenas más alto que Aba, daba una sensación de fortaleza que contrastaba fuertemente con la delicadeza rubia de ella.

Las dos familias condales, Ramón y Gersinde por una parte y Fernán González por otra, parecían estar de acuerdo en que aquella boda sería beneficiosa para todos, incluso para los futuros esposos, que habían manifestado desde un principio una cierta simpatía entre ellos.

Aunque todavía faltaba casi una semana para la celebración, empezaban a llegar algunos de los familiares castellanos invitados a ella.

La primera en llegar fue Nuña, la Señora de Lara, viuda de Gonzalo. Debía ser su señorío bastante rico a juzgar por su aspecto, indumentaria y séquito. Ella y su cuñada Urraca parecían hacer buenas migas pues siempre aparecían juntas. Al parecer el carácter de viudedad real de una y virtual de la otra –Ordoño seguía en zonas de dominio musulmán sin dar señal alguna de vida- hacía que tuvieran muchos aspectos vitales comunes. Apenas dos días antes de la boda llegó otra hermana del novio, también llamada Nuña y que residía en el condado de Carrión-Saldaña junto con su esposo el conde Gome Diez.

Los otros dos hermanos de García Fernández, Fronilda y Nuño, apenas eran dos adolescentes que continuamente estaban jugando entre ellos ajenos a que las decisiones más importantes que iban a afectar a sus vidas ya estaban prácticamente tomadas. Fernán González estaba obsesionado en que  entre su descendencia debía haber hombres de Dios y Nuño tendría por tanto que cumplir esa misión. Respecto a Fronilda , estaba decidido a acceder al interés mostrado por el Conde de Asturias para que los hijos de ambos contrajeran matrimonio unos años más tarde.

El obispo de Oña, junto con Odesindo serían los celebrantes de la ceremonia de casamiento. Estuvieron entre ellos preparando todo lo necesario durante la tarde anterior. Nada referente al ceremonial y los ritos quedó fuera de su observancia y tampoco fue fácil unificar los términos de la ceremonia, tan distinta en uno u otro obispado.

Durante cinco días se celebraron los esponsales y una vez finalizados los fastos, llegó el triste momento de la despedida. Una vez que todos sus familiares ribagorzanos emprendieron el camino de regreso, Aba, sola entre desconocidos, empezó a tomar conciencia de lo triste que resulta el desarraigo y los amplios territorios que puede explorar la melancolía.

Muy pronto se dio cuenta que debía integrarse totalmente en su nueva familia y prepararse para el desempeño de la dignidad a la que había sido llamada: condesa consorte de Castilla.

 

 

 

III

 

 

 

Ramón II pasó un mal verano. Quizá fue debido al cansancio originado por el viaje a Castilla, pero lo cierto es que el agotamiento parecía haber hecho mella en él. Durante la vendimia mejoró de aspecto, y un aparente aumento de energías le hizo desplegar una inusitada actividad.

Había subido Odesindo desde Roda al monasterio de Obarra y estaba pasando unos días con sus padres. Gersinde le mostró su preocupación porque Ramón II no estaba aún fuerte y quería desarrollar una actividad para la que no estaba preparado. Pretendía hasta trabajar en el lagar y dirigir la vendimia y la elaboración del vino, aspecto que nunca le había preocupado en demasía.

Una tarde, cansado por el esfuerzo, comentaba con su hijo la situación del condado. Odesindo escuchaba y aunque era una historia mil veces oída, dejó que Ramón II le explicara una vez más su visión sobre la familia y sus circunstancias..

A la muerte del abuelo Ramón I, se había hecho cargo de sus propiedades en el Valle del Noguera su hijo Miro, que había ejercido el poder condal al mismo tiempo que Bernardo Unifredo. A su muerte hacía unos seis años, su hijo Guillermo se había situado al frente de el valle. Y allí seguía, soltero, junto con su anciana y enferma madre Gemo. Pese a ello la sucesión troncal en ese valle quedaría asegurada por la presencia de Unifredo el hijo de Ramón II. El y su esposa Sancha, aunque no tenían todavía hijos, eran aún jóvenes y podían tenerlos en cualquier momento. Su hijo Arnaldo, soltero con apenas veintiún años, también estaba en el Noguera, aunque más al norte, en el territorio Lespetano,. Allí los intereses de la casa condal eran más pequeños, pero aún existían en Suert, Llesp, e incluso en el valle Singicti –ya en Super Arás-  bastantes aparceros explotando tierras condales.

Isarno y Toda vivían allí en  Castrocit y Ripacurza, junto con sus padres.

Aunque por el momento ninguno de sus hijos había tenido descendencia, el que fueran tan jóvenes es lo que aportaba un cierto consuelo a Ramón. Este mismo hecho no producía en Odesindo el mismo sentimiento, pues no veía todavía asegurada la sucesión al frente del condado.

A finales del año, la salud de Ramón empeoró rápidamente y una estrellada noche de noviembre, falleció rodeado de su esposa y sus hijos.

Gersinde y su primo político Guillermo iban a tener que gobernar los asuntos del condado hasta que al menos Unifredo  pueda hacerse con las riendas de la casa condal.

Un tiempo más tarde una decisión de Gersinde, apoyada en lo que ya había sido normal anteriormente en el condado, y que era frecuente también en los territorios de Fezensac, iba a dejar el condado en manos de una institución condal compartida entre sus hijos. Era el año 964 y Gersinde tomó la decisión de que tanto Unifredo, como Arnaldo e Isarno, compartirían simultáneamente la dignidad condal de Ribagorza.

 

 

 

 

SEGUNDA  PARTE

 

 

 

 

(965-1003)

 

 

 

 

 

I

 

 

Hacía casi dos meses que Ario debía haber entregado en pago de una aparcería  una parte de la cosecha de trigo y no lo había hecho. Isarno, el conde,  le envió por dos veces aviso, pero Ario o no pudo o no quiso cumplir con su obligación y por ello Isarno  decidió ir personalmente a reclamar el pago.

Como siempre que comenzaba a ascender el camino desde el fondo del valle, el primer pensamiento que tuvo es de admiración por aquellos primeros pobladores del lugar que talaron y roturaron el bosque para conseguir terrenos de cultivo y que además buscaron hacerlo en un sitio ideal para defenderse de posibles atacantes.

Porque antes de llegar a Calvera, Isarno sabía que se encontraría con el castillo en el que de forma permanente había un hombre en funciones de vigilancia. Al castillo acudirían todos si el vigilante observara cualquier posibilidad de ataque. Hacía mucho tiempo que no se había sufrido ninguno, al menos por parte de la cora de Lérida. Unicamente un grupo de salteadores intentó hacía unos años robar ganado en la aldea y aunque alguno escapó sin haber podido llevar consigo más que unas gallinas, tres proscritos fueron capturados y castigados.

Una vez rebasado el castillo, la primera casa con la que Isarno se encontró era la de Gotón. Vivían en ella tres familias –Gotón y dos de sus hijos casados- y era la casa más importante del lugar. Trabajaban también para la casa tres familias de aparceros, dos de las cuales vivían en un cobertizo junto a las cuadras. Al pasar frente a la casa, Senegunda, la hija de uno de esos aparceros, la más hermosa joven de Calvera, salió de casa con un cántaro para el agua.  Ya Isarno la había visto otras veces, pero parecía entonces mucho más joven. Ese día Senegunda era toda una mujer.

Las dos casas siguientes eran las de los presbíteros Galindo y Tedigero. Las dos eran muy parecidas en cuanto a estructura, pues contaban con la vivienda, unos corrales para gallinas y cerdos, cuadras para caballos, burros y bueyes y un almacén de grano. En la casa del presbítero Galindo, convivían tres familias de aparceros. La casa de Tedigero, a la que el conde Isarno se dirigía, era bastante más grande puesto que convivían el presbítero, Atón, Ario y otros tres hermanos, además de otra familia formada por Galindo y Junia.

Isarno, desde la puerta de la casa de Tedigero, estuvo mirando la última casa del pueblo en la que vivían Benedicto y sus dos hijos, además de dos familias de aparceros. Isarno nunca había visitado esa casa porque hacía unos diez años hubo una fuerte discusión entre ellos y su padre Ramón por una cuestión de lindes de unas tierras. Su padre murió hace ya ocho años y todavía no había visto ningún gesto de rectificación por parte de Benedicto o sus hijos. Por tanto, si era por él, no se modificaría esa situación de incomunicación. Mientras siguieran pagando religiosamente como aparceros que eran, no habría mayores problemas.

En la parte trasera de estas casas había huertos con árboles. Y más arriba, hasta casi juntarse con los pinos, estaban las viñas.

Ario, al parecer estaba trabajando en una de ellas junto a Fonte Nocis y aunque una de sus hermanas estaba dispuesta a ir a buscarle, Isarno prefirió ir en su caballo, alegando que sería todo más rápido. La realidad era otra.

No había en Calvera un agua mejor que la de la Fonte Nocis. A pesar de que no estaba muy cerca del pueblo, casi todas las familias iban allí a hacer su provisión de agua y Senegunda no iba a ser una excepción. Había quedado Isarno tan impresionado por su belleza que ardía en deseos de volver a verla.

Tan solo cruzaron unas palabras en un trato desigual entre quien se sabía dominador de los bienes y posesiones y quien veía en su interlocutor algo fuera de su alcance, alguien de quien apenas podía esperar que fijara su mirada en ella. Sin embargo, Isarno la había fijado.... y de qué forma.

La aparición de otras dos mujeres con sus cántaros, cortó cualquier posibilidad de prolongar aquel acercamiento, y ante ello, Isarno no tuvo otra opción que continuar su camino en busca de Ario y esperar un encuentro en mejores condiciones en alguna otra ocasión.

Ario argumentó mil y un lamentos. Apenas había tenido cosecha de trigo y si se veía obligado a ceder al conde el pago del diezmo, su familia pasaría hambre ese invierno. Ofrecía como alternativa que el pago se realizara con la cosecha de uva que se presentaba buena.  Isarno le recordó que ese sería otro pago, las oblías,  y que a él no le satisfacía cambiar trigo por uva, de la que posiblemente también él tuviera exceso. Sin embargo, como el comportamiento de Ario como aparcero había sido siempre correcto, estaría dispuesto a transigir, no sin dejar establecido que al año siguiente, el pago de las oblías sería en grano y no granos de uva,  precisamente. 

Las oblías, las mogatas y las parroquias... que extrañas palabras, se dijo a si mismo. Su madre Gersinde, trajo de Fezensac la idea, aplicada con exquisitez pero de forma inflexible, de que los pagos que los aparceros realizaban a los dueños de la tierra, debían  establecerse en productos y repartirse a lo largo del año. Así, estaba establecido que la décima parte de todo cuanto se producía en propiedades condales debía pagarse en impuesto y a esos pagos, se les llamaba las parroquias. Pero aparte de ello, y de forma independiente había que pagar una parte del cereal –las mogatas- y una parte de la uva o los vinos –las oblías- . 

No tenía Isarno, al igual que el resto de la familia condal, únicamente estos ingresos procedentes de los pagos de los aparceros. Estos cultivaban únicamente la llamada tierra dominicata, pero había otras muchas propiedades condales, la tierra indominicata que eran administradas directamente por los condes y que eran cultivadas por su servidumbre.

Era muy raro que los condes trabajaran la tierra. Bastante labor era recoger los pagos de tantos aparceros y tan poco dispuestos a ceder una parte de su esfuerzo a un conde de quien únicamente esperaban una cierta protección en caso de ataques exteriores. Eso es lo que había estado haciendo ese día Isarno, y eso es lo que seguramente haría al día siguiente con algún otro aparcero.

Dejando muy claros una vez más los términos del acuerdo con Ario, Isarno volvió hacia Calvera. Al pasar frente a casa de Gotón, al descender hasta el castillo, le pareció ver una rubia cabeza que se escondía tras una tapia. Si era Senegunda, como sospechaba, quizá sería más fácil de lo que esperaba el poder llegar a verla a solas.

Ya hacía casi una semana que Ario había entregado sus oblías acrecentadas con la parte de cereal no pagada en su momento. Lo había hecho con uva y aunque Isarno tenía su lagar lleno, creía haber hecho bien en transigir y dar facilidades al aparcero. Mucho influyó para mantener esa decisión su madre Gersinde que estaba dispuesta, desde la muerte de su marido, a tener una relación casi familiar con todos los aparceros. Sin embargo, quería Isarno comprobar si las siembras que había hecho Ario le permitirían afrontar en grano el pago de las mogatas del año próximo.

Y quería además ver a Senegunda.

Ese año se estaban retrasando las primeras heladas. Los campos sembrados ya habían nacido y el otoño estaba en todo su esplendor. Isarno iba recorriendo los campos de Ario y estaba quedando satisfecho. Posiblemente el próximo año podría haber una buena cosecha, puesto que la fase más arriesgada, el buen nacimiento de la semilla, había finalizado perfectamente. Al mismo tiempo evaluó de forma satisfactoria la situación general de los campos que al fin y a la postre iba a determinar su propia situación económica unos meses más tarde.

Había estado intentando dar con una formula que le permitiera estar con Senegunda, pero no encontró la manera. Al pasar por la casa de Gotón, se decidió a hablar francamente con su esposa, que sabía que podía facilitarle sin duda su objetivo a cambio de alguna pequeña prebenda para la familia.  No lo tenían difícil. Bastaría con entregarle a él unas cardadoras de lana y dentro de tres días enviaría a Senegunda a recogerlas a la casa que Isarno ocupaba habitualmente en Castrocit. Si procuraba que ese día no hubiera sirvientes en su casa...

Justo antes de salir del patio, ya montado en su caballo, salió corriendo por un portal Senegunda tras su hermano más pequeño. Estaba alterada tras la carrera y se sonrojó aún más al ver la mirada del conde. Se había olvidado por completo de su hermano que la llamaba para continuar el juego. Ella se  quedó arrobada en medio del patio, con la mirada perdida en el suelo.

Isarno esperó a que levantara la vista y al cruzarse las miradas le envió una tierna sonrisa. Senegunda enrojeció de nuevo y salió disparada tras el crío.

Por alguna razón al conde le entraron las prisas por realizar algunas labores en los campos. Todos los servidores salieron a media mañana hacia ellos con la misión, rara por estas fechas tan tempranas, de limpiar márgenes, arreglar paredes y empezar a recoger los sarmientos de las viñas.  A mediodía les llevarían la comida las dos mujeres que atendían la casa. Isarno sabía que estarían ocupadas en este empeño hasta bien avanzada la tarde.

Mientras tanto, él se quedó en el patio reparando unos arneses y esperando unas cardaderas...

Durante varios días más, y ya sin mediar engaño alguno, Senegunda acudió a Castrocit. No parecía haberle disgustado el encuentro con el conde, máxime habiendo obtenido por parte de este un brazalete de cobre y un collar de cuentas.

Pasó el invierno y ya empezaba a ser ostensible el embarazo de Senegunda. Hacía bastante tiempo que no veía a Isarno y quería que supiera que iba a tener un hijo suyo. Esperaba obtener algún tipo de compensación para el cuidado y atenciones de su hijo ya que ni por un momento se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que el conde quisiera tomarla en matrimonio. Pero para ello necesitaba en primer lugar que Isarno aceptara aunque fuera de manera informal la paternidad de la criatura.

La primera en enterarse en la familia condal de la gestación de Senegunda fue Gersinde, la condesa madre. Una sirvienta suya con familia en Calvera, le había indicado que corría por las aldeas el rumor de que Isarno y Senegunda tuvieron una relación y que fruto de ella era el embarazo de la joven.

Cuando Isarno tuvo conocimiento de su futura paternidad a través de su madre, no aceptó ni siquiera reconocer a su futuro hijo pues alegaba que no fue él el primer hombre en la vida de Senegunda. Pasado el tiempo las presiones de su madre, y sobre todo de su tío Odesindo y de su hermana Toda, le obligaron a aceptar el reconocimiento de la criatura que había de venir.

Y así, mientras todo el mundo en Calvera estaba en las eras recogiendo la mies, y con un calor sofocante, Senegunda dio a luz un hermoso varón, con un pelo negro como el azabache. 

 

- Guillermo – dijo Senegunda, tan pronto como vio que era un varón. Se llamará Guillermo- repitió convencida.

- ¿Por su abuelo?, le preguntó una mujeruca ya vieja que la había estado acompañando en el parto.

- ¡Sí!, por su abuelo y sobre todo ... ¡por el mío!- añadió la joven otorgando de este modo un postrero homenaje a quien había admirado y por quien se había sentido más querida y consolada.

- ¡Dios no quiera que tu padre llegue a oír ese comentario!- añadió su madre

 

Aquella misma noche, el padre de Senegunda era puesto en antecedentes sobre como se había desarrollado el parto, y sin siquiera ver a su nieto, hizo únicamente un comentario, que resonó en la estancia como una orden:

- Se llamará Isarno, como su padre. Y así al menos, todo Ribagorza sabrá que el conde teniendo un hijo en esta familia, debiera tener una cierta consideración hacia ella.

 

Había tanta obstinación por ambas partes, que hubo que llegar a un acuerdo, so pena de que la joven hiciera alguna barbaridad. El recién nacido se llamaría Guillermo Isarno y aun sin estar nadie de acuerdo, tampoco nadie estaba en desacuerdo.

 

La primera vez que el conde Isarno vio a su hijo, ya tenía este más de diez años. Subía a Calvera varias veces al año y curiosamente, nunca había vuelto a ver allí a Senegunda, quizá, dicho sea de paso, porque tampoco ella había querido verle a él.

Sin embargo, aquél día en el monasterio de Obarra, allí junto a la puerta de entrada a la iglesia, estaba apoyada en la pared una mujer. Tan pronto como penetró Isarno en el templo, y a pesar del contraste de luz, la vio y el corazón pareció darle un vuelco. Mirándole con tristeza a través de un largo flequillo rubio apenas oculto por un negro tocado, Senegunda parecía soportar todo el dolor del mundo. Daba la impresión de haber envejecido mucho. Era mucho más joven que Isarno, y sin embargo no lo parecía. Cuán lejos parecía estar esta mujer de aquella chiquilla que salió un día en Calvera encorriendo a su hermano pequeño. La edad que tenía entonces aquél niño, parecía tener este que ahora la acompañaba y que Isarno supo inmediatamente que era su hijo.

Porque si de algo podía presumir Senegunda es de que no habría duda alguna para nadie de que su hijo era el vivo retrato  del conde Isarno. Aunque este no le hiciera caso alguno.

 

Si con alguien pasaba el tiempo especialmente Guillermo en Calvera era con el presbítero Tedigero. Parecía haberse convertido para él en el padre que nunca tuvo y a su vez era como un hijo para aquél hombre deseoso de que alguien pudiera aprovechar sus conocimientos. Aunque su abuelo estaba continuamente queriendo que el crío tuviera actividades más provechosas, Tedigero hubo un momento en que hizo valer su autoridad ante aquél hombre y le hizo ver que su nieto en cualquier caso era hijo de un conde y como tal debía ser educado. Y él, Tedigero, había cargado sobre sí esa educación.

Con apenas doce años, ya conocía Guillermo con detalle casi todo el valle de Ripacurza. Había subido en una ocasión con su, quien él llamaba, tío Tedigero, hasta Super Arás. Había cruzado el puerto de Arás y desde allí, en la falda del Turbón, había podido vislumbrar la grandeza de los Pirineos y lo grande que debía ser Ribagorza. Tedigero sonreía mientras le explicaba que mucho más allá de aquellas montañas había unas tierras tan grandes, que ni podía llegar él, Guillermo, a imaginar.

 

Conocía, porque un verano el río casi se había secado, el desfiladero de la Kroqueta. Aquél día lo iba a recordar mientras viviera porque fue la única vez en que vio a Tedigero fuertemente alterado contra él. Nunca debería volver a hacer lo que ese día había hecho, y mucho menos solo. Y lo único que había hecho es recorrer el desfiladero río arriba hasta que llegó un momento en que tanto se estrechaban sus paredes, que, asustado, dio media vuelta y bajo corriendo por allí donde había subido. Y no solo iba a recordar aquel día por el enfado de Tedigero, sino también por el impacto que la Kroketa le había producido. 

Monasterio de Alaón

 

 

Hasta hubo un día en que durmieron fuera de Calvera porque iban a ver un monasterio mayor aún que el de Obarra que ya a Guillermo le parecía la mayor construcción que pudiera hacer el hombre. Salieron muy temprano  y tras pasar junto al castillo de Castrocit, cruzaron la sierra de Sís.  Tedigero y los monjes de ese monasterio, Alaón le llamaban, debían conocerse muy bien puesto que estuvieron toda la tarde en animada conversación, de la que Guillermo apenas entendía nada de lo hablado. Durmieron allí, y al día siguiente emprendieron el  regreso por un camino distinto al del día anterior por el Valle Vellasia  hasta llegar a Beranuy, y de allí subir a Calvera.

Todos estos recuerdos y los continuos comentarios de Tedigero explicándole historias ocurridas en cada lugar que visitaban, comportamiento de cuantos animales y plantas veían, iban haciendo de Guillermo un joven con conocimientos muy superiores a muchos adultos.

Ese aprendizaje, y esos años de verdadero disfrutar de la naturaleza y del saber, se vio bruscamente interrumpido. De forma intempestiva, su madre Senegunda enfermó y en apenas una semana moría en medio de grandes dolores en el vientre.

Tedigero estaba dispuesto a hacerse cargo de Guillermo de acuerdo con sus abuelos, cuando llegó un emisario de la condesa Gersinde avisando de su llegada para dentro de dos días.

Había estado discutiendo con su hijo Isarno respecto a la conveniencia de que su nieto quedara al margen de la familia condal, y aunque él seguía obstinado en no querer saber nada de su hijo, ni su hermana Toda ni mucho menos su madre Gersinde estaban dispuestas a consentir esa situación. En último caso, argumentó Gersinde, no estaba dispuesta a perder al único nieto que podía tener cerca.

Y así fue como sino con el acuerdo, sí con el consentimiento de Isarno, Gersinde se presentó en Calvera, con el ánimo claro y el único objetivo de llevar consigo a su nieto Guillermo Isarno.

Por si la familia de Senegunda albergaba alguna duda acerca de cual debía ser su proceder, el presbítero Tedigero, que hasta entonces había actuado casi como un padre para Guillermo, apoyó rotundamente el que fuera con la familia condal. Tanto cariño tenía por el niño, que no veía porvenir mejor para él que aquél que en ese momento le ofrecían.

Después de dos años conviviendo con su abuela y su tía Toda, Guillermo llegó a sentirse tan querido por ellas, que había olvidado casi por completo a su madre. De vez en cuando la recordaba, pero siempre con aquél aire de tristeza que siempre tuvo, y con tantas obligaciones a su cargo, que le impedían casi siempre dedicarle a él, a su hijo, todas las atenciones que hubiera necesitado.

Con quien seguía teniendo un contacto asiduo era con Tedigero, que seguía invitándolo a acompañarle cada vez que tenía que hacer algún desplazamiento. Una de las cosas en las que más insistía era en que tenía que aprender a leer y escribir, cuestión que Guillermo no veía necesaria en absoluto, puesto que de todos los jóvenes de su edad, por supuesto que ninguno tenía ni idea de leer ni escribir y además casi todos los mayores que conocía estaban en la misma situación. Sin embargo tan fuerte era la insistencia de Tedigero, y también de su abuela y de su tía, que no tenía más remedio que progresar en aquella aburrida obligación.

Con quién no tenía apenas relación alguna era con su padre. Cada vez que Isarno llegaba a visitar a su madre, trataba a su hijo con tal frialdad que nadie hubiera dicho que tenían tal parentesco a no ser por el extraordinario parecido físico, que a medida que pasaban los años se acentuaba más y más.

Esa frialdad creciente provocaba en ocasiones no pocos enfrentamientos entre padre e hijo. Consciente este del escaso amor que despertaba en su padre, no tenía para con él ningún respeto, amparándose en parte en la benevolencia que sabía que despertaba en su abuela y en su tía. Y esta situación llevaba cada vez con mayor frecuencia a discusiones ya no solo con Guillermo, sino entre Isarno y su familia.

Y convencidos como estaban de que esa situación no podía continuar, puesto que sería más compleja a medida que Guillermo fuera adquiriendo mayor edad y personalidad, tuvieron que tomar una decisión dolorosa.

Lo más adecuado sería llevarle a Castilla con su tía Aba. Desde la boda no habían vuelto a verla, y tanto Toda como sobre todo Gersinde, tenían unas enormes ganas de conocer cosas de su vida.  Sabía que tenía muchos nietos y nietas en Burgos y no conocía a ninguno de ellos y eso era muy doloroso para sus sentimientos de abuela. 

Aprovechando ese deseo, llevarían a Guillermo para que alejado de su padre, pudiera desarrollar todo su potencial como persona.

Como desde luego Isarno no iba a querer acompañarlas, deberían convencer a alguno de sus hijos Unifredo o Arnaldo para que las acompañara. Para su sorpresa, no hizo falta apenas esfuerzo alguno, puesto que tan pronto como se lo plantearon a Arnaldo, dijo que estaría no solo dispuesto, sino encantado de acompañarlas.

 

Tanto Isarno, como Unifredo e incluso sus padres le habían hablado mucho de cuantas cosas habían visto en el viaje que habían hecho para la boda de Aba. Eso le había provocado durante muchos años una sensación de vacío y de aislamiento que había intentado siempre corregir desde entonces y desde luego esta iba a ser una oportunidad que no estaba dispuesto a perder.

 

 

 

 

II

 

 

Los primeros recuerdos que tenía, siempre eran repetitivos. Mayor se veía sentada en una alfombra con algún muñeco de trapo en las manos, mientras su madre Aba y algún familiar, visitante o sirviente hablaban casi siempre del mismo tema. Los daños que a su padre y a todos los castellanos causaba un tal Al Mansur o Almanzor, como algunos le llamaban.

Ella ni sabía quien podía ser aquel odiado personaje ni podía siquiera sospechar que pudiera ser tan poderoso como para atreverse a pelear con su padre. Su padre, que según se decía, era el hombre más poderoso de cuantos se conocían.

Y aquellas conversaciones, siempre estaban dominadas por un tono de reproche y amargura de su madre Aba, que entre gritos y sollozos, no dejaba de lamentar el poco tacto que había tenido siempre su marido, el conde Garcia Fernandez, no solo con ella, sino también con sus hijos.

- ¡Siempre en peleas!- venía a decir Aba invariablemente.

- ¿Y que puede hacerse?- solían interpelarla.

- Negociar, llegar a acuerdos, pactar... ¡Qué sé yo! Cualquier cosa, menos esta pelea continua que impide el progreso, la prosperidad... y la felicidad.

 

Y allí, en ese punto, empezaban los lamentos, las lágrimas y el decaimiento.

Al principio, solía a veces decir su madre, eso no era así. Los primeros años de su matrimonio, aunque sentía añoranza de su tierra ribagorzana, había conseguido adaptarse bastante bien a Castilla y al carácter de sus gentes.

Por otra parte, apenas había tenido tiempo de ocupar su mente y su cuerpo en algo diferente de la crianza de sus hijos. Porque aunque tardó casi cuatro años en tener su primera hija, luego invariablemente cada dos años, había tenido un nuevo retoño.

 

- Cuán distinto de su padre Fernán González –solía decir- . Aquél solo peleaba cuando era estrictamente necesario. Siempre llegó a intentar el pacto.

 

Y así fue realmente, hasta el punto de que una vez que quedó viudo de Sancha de Navarra, no dudó en volver a casarse con Urraca de Navarra, en un intento por mantener lazos familiares con su vecino más importante.

 

Mayor, ahora que llegaba a una edad crítica, tenía la enorme ventaja de contar con un grupo de hermanas de prácticamente la misma edad. Así, aparte de su hermana  Urraca, con quien no tenía absolutamente ningún trato y que además a sus ojos parecía siempre muy distante, estaban sus hermanos Sancho y Gonzalo. Ellos, sobre todo Gonzalo, estaban a veces de bromas con ellas, como era típico de unos muchachotes adolescentes.

Ahora bien, el verdadero núcleo familiar, la verdadera piña infantil la formaban junto con ella, con Mayor,  sus dos hermanas mayores Elvira y Toda y su hermana más joven Oneca. Entre las cuatro apenas mediaban seis años de intervalo, lo que a medida que iban pasando los años, las hacía cada vez más semejantes en madurez, inquietudes y apetencias.

Ya empezaba a tener edad de valorar por si misma algunos de los acontecimientos que se producían en su familia. Así, recordaba como un hecho dramático para su padre e indirectamente para su madre, la gran derrota que Almanzor había infligido a los ejércitos castellanos y navarros en Torrevicente, cerca de Soria. Hacía de eso apenas cuatro años y el impacto fue tan grande que Sancho Garcés de Navarra, con la intención de evitar de una vez por todas la situación de enemistad entre Almanzor y los navarros, aceptó el que su hija contrajera matrimonio con el temido caudillo musulmán.

Ese hecho, y esa forma de intentar solucionar una situación de enfrentamiento, provocó una fuerte discordia entre sus padres. Mientras que su padre no lo aceptaba bajo ningún concepto, su madre Aba, no solo lo aceptaba, sino que lo aplaudía como un signo de inteligencia que evitaba sufrimientos por parte de toda la población que se veía envuelta en los frecuentes conflictos.

Esa discusión venía a reflejar algo que en el fondo siempre había constituido una de las mayores divergencias entre Aba y García Fernandez. El diferente criterio que uno y otro tenían respecto a la actitud a tomar con los musulmanes. Allí donde Aba no veía más que unos vecinos con los que convenía llevarse de forma aceptable, pese a sus diferencias en religión y costumbres, su marido no veía más que enemigos acérrimos a los que había que combatir a muerte.

 

Una tarde llegó un mensajero y debieron ser buenas noticias las que traía, porque el semblante se su madre Aba se transfiguró y estuvo hasta la cena continuamente sonriente. En la mesa les dio a todos sus hijos la gran noticia. Su abuela y su tía Toda, vendrían desde Ribagorza, pues tenían unas ganas enormes de conocerlos a todos ellos.  Hasta el día de la llegada de los visitantes, su madre Aba fue un auténtico frenesí, un torbellino pendiente de mejorar, arreglar, pulir, ordenar y organizar en suma, todas aquellas cosas por las que en condiciones normales no se habría preocupado en absoluto.

Sobre todo empezó a comentar con todos sus hijos recuerdos de su infancia y juventud en Ribagorza algo que tan solo había hecho ocasionalmente en los quince años que llevaba en Castilla.

Cuando llegaron Gersinde y Toda, venían acompañadas de Arnaldo, un tío del que Aba había hablado a sus hijos, pero del que apenas tenían –ni su madre tampoco- muchas referencias.  Lo más curioso era que venía también un muchacho de unos quince años del que nadie les había hablado y del que ni siquiera su madre Aba tenía un conocimiento claro, más allá de saber que era un primo de todos ellos.

Su abuela Gersinde aparentaba ser muy mayor y era asombroso pensar que por conocer a sus nietos, hubiera estado dispuesta a emprender un viaje como aquél, tan largo, y sobre todo tan duro para una persona de su edad. Sin embargo allí estaba, y a juzgar por la expresión de su rostro, debía ser muy superior su sentimiento de satisfacción que los efectos del cansancio.

Una de las cuestiones que había provocado el viaje a Castilla, era la intención de dejar allí a Guillermo, para lo cual hubo que convencer a Aba del interés que para todos podría tener esa decisión. De cuantos argumentos se le expusieron, tan solo hubo uno, al que en principio no habían dado apenas importancia alguna, que se mostró decisivo ante Aba. El conocimiento que Guillermo tenía de Ribagorza y las conversaciones que presumiblemente iban a poder mantener los dos sobre asuntos y situaciones que únicamente ellos conocían.

Fue ese ansia por enterarse de cuestiones que creía ya olvidadas, lo que influyó decisivamente en la aceptación de Guillermo Isarno. Otro hecho de importancia fue que  las hermanas de Mayor, y especialmente Toda, veían en Guillermo un compañero de juegos y cómplice masculino con el que podían contar, puesto que sus hermanos eran más mayores y apenas les hacían caso alguno. Y finalmente, Sancho, con diecinueve años, se había constituido en su protector y valoraba sobre todo el conocimiento que mostraba Guillermo sobre los temas más diversos pese a su corta edad.

Por todas estas razones, y sin que nadie apreciara  problema alguno en la futura  estancia de Guillermo en Burgos, se decidió que permanecería en la casa condal castellana apoyándola en cuanto fuera menester. No entraría a formar parte de dicha familia de una manera formal, pero sí tendría a todos los efectos una consideración especial.

 

Tan pronto como su tía y su abuela regresaron a Ribagorza, Guillermo empezó a ser consciente de su soledad anímica. Aunque había iniciado una grata relación con Sancho, que continuamente estaba pendiente de sus movimientos, se sentía más cercano, quizá por edad, a Gonzalo. Sin embargo, este no parecía mostrar gran interés en esa relación puesto que continuamente estaba en andanzas con un grupo de amigos.

Por otra parte, Guillermo cada vez se mostraba más interesado por los aspectos concernientes a la lucha y la pelea y en esto su primo Sancho era un verdadero maestro. Este fue quizá el aspecto que influyó decisivamente para que la amistad entre ambos se hiciera fortísima, hasta el punto de llegar a no tener casi en cuenta la diferencia de edad. Bien mirado , el aspecto físico de ambos primos no dejaba entrever siquiera que hubiera tal diferencia. Guillermo, de tez morena y cabello negro rizado, estaba empezando a notar un incipiente vello en la barbilla. Sancho, pese a tener cuatro años más, apenas tenía una suave barba rubia casi inapreciable.  Unido eso a la similar complexión de uno y otro, parecían más bien dos amigos de edades muy similares.

Aunque con Sancho aprendió sobre todo el manejo de las armas, especialmente la espada y la maza, lo que más valoraba de cuanto le había sido enseñado era el conocimiento del caballo de batalla y sus potenciales. Sancho era consciente de que las peleas no se ganaban en base al esfuerzo de los contendientes, sino sobre todo a una correcta planificación del uso de los recursos que cada bando tuviera. De ello podía dar buena fe su propio padre, que valoraba especialmente la fuerza y el ardor que debía ponerse en la contienda.

Muchas veces comentaba con Guillermo las circunstancias bajo las que se habían desarrollado determinadas batallas, y analizaban que comportamientos fueron acertados y cuales erróneos. Allí, en ese análisis en frío, y con la evaluación de las fuerzas puestas en juego, era cuando verdaderamente se ponía de manifiesto la aguda inteligencia de Guillermo.

 

Acababa de empezar el año 994 cuando Almanzor y García Fernandez se vieron envueltos en una nueva reyerta. En esta ocasión la desgracia se cebó de forma especial en este último puesto que no tuvo posibilidad alguna de huir y fue llevado prisionero a Córdoba. Ya llevaba en esa situación casi dos años y en Castilla se dudaba que realmente regresara alguna vez.

Ese fue uno de los acontecimientos decisivos en la formación de la opinión de Mayor respecto a la actitud a tomar frente a los musulmanes. Estaba convencida de que la opinión de su madre al respecto era mucho más acertada que la de su padre. Y por no tener esa opinión, era por lo que su padre, y en consecuencia toda su familia, se encontraban en esa situación de indefinición e incertidumbre.

Una de las últimas decisiones que García Fernandez había tomado antes de partir fue llegar a un acuerdo con Salvador Alvarez, el conde de la Bureba. Con ese acuerdo que Aba había impulsado especialmente, García conseguía ligarse con lazos familiares con los condes de Bureba e impedía de paso que la familia de los Vela, enemiga acérrima del conde de Castilla, estableciera lazos de acercamiento con los de la Bureba.

No consistía el acuerdo en otra cosa que en el compromiso de boda entre Sancho García, futuro conde de Castilla, y la hija del conde de la Bureba, Urraca Salvadorez.

La captura de García Fernández y su estancia en la prisión cordobesa iba a complicar previsiblemente el acuerdo de boda. Sin embargo, Sancho, ejerciendo de hecho como conde in pectore, no admitió que nada pudiera variar los compromisos adquiridos y estableció que la boda se efectuaría de acuerdo con lo previsto, a finales de junio.

Unos días antes de la boda llegaron Elvira y su esposo Bermudo II de León, que ya llevaban casados tres años y todavía no habían tenido ningún hijo. Casi  al mismo tiempo llegó Toda, con su marido el conde de Liébana, casados el año anterior y finalmente dos días antes de la boda se presentó Urraca, la abadesa de Covarrubias.

El día de la boda la novia estaba esplendorosa con un vestido granate adornado por unos ribetes de hilo dorado. Había llegado, con su familia,  tres días antes de la boda y ya desde entonces su futura cuñada Mayor se había convertido en su permanente acompañante. Le enseñó Burgos, que Urraca únicamente conocía por cortos viajes con alguno de sus familiares y le fue indicando algo mucho más importante: la diferente situación y carácter que tenía cada uno de los miembros de la familia a la que iba a pasar a pertenecer.

Mientras saludaba con sonrisas e inclinaciones de cabeza a los asistentes a la ceremonia, iba intentando recordar cuanto de cada uno de ellos le había contado Mayor. Se dio cuenta entonces que entre las dos había surgido una complicidad nada más conocerse. Quizá por tener la misma edad, o quizá por ser ambas extrovertidas, les parecía a las dos que iban a compartir muchas confidencias.

 

 

 

III

 

 

 

A medida que sus hermanas se iban casando, Mayor, empezaba a sentir cada vez con mayor fuerza un sentimiento de soledad. Se veía cada vez más sola y únicamente gracias a su fuerte amistad con su cuñada Urraca, encontraba un apoyo y una confidente. El día en que esta le dijo que estaba embarazada, en medio de la alegría que las dos expresaban, Mayor, como en un susurro, le confesó:

-          Yo también querría tener un hijo.

-          ¿Cómo has dicho?

-          ¡Sí! ¡Has oído bien! Me gustaría tener un hijo.

 

Y Urraca en aquel instante, supo de la frustración que quizá llevaba Mayor. Le había confesado tiempo atrás que nunca había tenido relación alguna con los hombres. Y que ni siquiera había mostrado deseo alguno hacia ellos. Unicamente había sido partícipe de los juegos con su hermano Gonzalo y algunas veces con Guillermo, pero  apenas le hacían caso alguno, y en cualquier caso era una relación puramente fraternal. Y ahora venía con aquello...

Urraca no tenía tampoco ninguna experiencia acerca de las relaciones entre hombres y mujeres. Su conocimiento se limitaba a su relación con su marido Sancho puesto que ningún otro hombre había habido en su vida. Y la relación con Sancho, en verdad que no era nada del otro mundo, ni en lo afectivo, ni en lo puramente sexual. Apenas se veían pues él siempre andaba en viajes por el condado y como había adquirido este ya unas dimensiones considerables, los desplazamientos eran además de mucho más frecuentes, mucho más largos. Cuando volvía de alguno de esos viajes, se limitaba a hacerle el amor de forma mecánica, sin el menor asomo de ternura ni sentimientos.

En base a esa corta experiencia intentaba convencer a Mayor acerca del poco interés que mostraba el matrimonio, fuera de obtener una seguridad que ellas, por su nacimiento, ya tenían.

 

-     No se qué interés tan fuerte puede tener para ti el matrimonio..

-          He dicho un hijo- añadió Mayor con una mirada entre melancólica y picarona- no he dicho nada del matrimonio.

-          ¿Estás acaso volviéndote loca? ¿Sabes lo que estás diciendo?

-          Unicamente tengo que ver tu situación. No estás en absoluto satisfecha de tu matrimonio y, sin embargo, estas rebosando felicidad por tu embarazo.

 

Quería tener un hijo, decía, pero no era ese el verdadero deseo. El deseo que Mayor tenía a sus veintiún años era el disfrutar de la compañía de un hombre, al menos de la forma en que a veces había oído expresarse a su doncella y sobre todo a su hermana Elvira.

Lo que ellas decían, no tenía nada que ver con lo que le contaba Urraca. Y si había varias versiones, había llegado a la conclusión de que en algunas de ellas la relación con los hombres podía ser algo muy satisfactorio. Y aspiraba a que la suya, cuando llegara, fuera de esas.

 

Aba, la condesa, supo enseguida que Guillermo traía una noticia. Por la rapidez como había bajado del caballo y con la celeridad que subía las escaleras, no podía haber otro motivo para que pareciera tan alterado.

-          Tía Aba –le dijo- ha llegado un emisario desde Córdoba. Tu marido García Fernandez, ha muerto en prisión y ha sido enterrado.

 

Sin apenas gesto alguno de contrariedad, alargó la mano hasta un cuenco cercano rebosante de rojas cerezas. Se llevó una a la boca con delicadeza mientras quedamente decía:

 

-          Descanse en paz. El... y todos nosotros.

-          ¿No debiéramos intentar recuperar su cuerpo?- preguntó Guillermo.

-          No solo no plantearás esa idea, sino que la ridiculizarás, si es que alguien la plantea, y mucho más si llegara a ser tu primo Sancho.

-           

Cuando dos días después llegó Sancho García a Burgos desde León, al enterarse de la muerte de su padre, únicamente hizo un comentario:

 

-          Ahora será el momento de llegar a algún acuerdo con Almanzor que nos permita vivir en paz en los años venideros. Daremos por bien empleada la muerte de nuestro padre, si puede servir para abrirnos los ojos.

-          ¿Irás a Córdoba a recoger el cuerpo de nuestro padre?- insinuó Mayor.

-          ¡Iré a Córdoba! Pero será para llegar a un tratado con Almanzor. El cuerpo de nuestro padre no nos aportará nada que no tengamos ya, ni siquiera tranquilidad de espíritu.

 

En León acababa de conocer el pacto por el que Teresa de León, hija de Bermudo II, había contraído matrimonio con Almanzor hacía tan solo unos meses. Formaba parte este matrimonio de un acuerdo que englobaba un pago casi simbólico de tributos por parte del rey de León.

Quizá fuera eso necesario para que las frecuentes incursiones que hasta entonces realizaba el musulmán, se vieran limitadas o reducidas a la nada.

No era cuestión baladí que el principal y más temible caudillo musulmán tuviera una debilidad tan manifiesta por las mujeres cristianas. Sancho Garcés II, de Pamplona, había entregado a su hija hacía más de diez años en aras de esa misma paz con Almanzor.  Y esa hija, por vía materna, era nieta de Fernán González, y por tanto era un hecho  conocido en la familia que ese matrimonio había supuesto una tranquilidad importante para la familia pamplonesa.  ¿No podría ocurrir lo mismo con Castilla?

Cuando planteó a Mayor esta circunstancia recibió la más airada de las respuestas que imaginar pudiera. Bajo ningún concepto estaba ella dispuesta a aceptar el matrimonio con un musulmán que además había infligido tantos daños a Castilla y a la familia condal.

Y fue entonces cuando Sancho García recibió una de las mayores sorpresas de su vida. Con una voz apenas audible, pero con una energía indudable, Oneca, la menor de todas las hermanas, con apenas diecinueve años de edad, dijo:

-          Yo no solo no me negaré a desposar con Almanzor, sino que en aras de la concordia de mi pueblo, estaré satisfecha de contraer matrimonio con él, si así fuera preciso.

 

Sancho, boquiabierto, no acertó a articular palabra. Jamás habría pensado que su pequeña Oneca, a quien jamás había hecho caso alguno, no solo había crecido sin él casi enterarse, sino que además planteaba una cuestión para la que él Sancho, nunca la habría creído capacitada.

Como viera que su madre Aba no hizo comentario alguno y no sabiendo él en ese momento que partido tomar, empezó a dar vueltas cabizbajo por la estancia hasta que hizo un alto y dijo:

 

-          Hablaremos de todo esto más despacio en otro momento.

Y dando un portazo salió de la sala, pero sabiendo en el fondo que, como en Navarra primero, y en León después, un difícil problema de estrategia condal ... se solucionaría gracias a su hermana.

 

-          ¡Es una hermosa niña!- exclamó la partera mientras entregaba la criatura a su abuela Aba.

Urraca estaba convencida de que iba a tener problemas en su parto, tal y como le había sucedido a su madre siempre que dio a luz. Sin embargo, no solo su suegra, sino que también la partera le decían continuamente algo que para ella también era evidente: su contextura física, no se parecía absolutamente nada a la de su madre.

Ella parecía tener un cuerpo diseñado para parir. Anchas y poderosas caderas y una robustez física envidiable. Además aquellos pequeños pechos que tenía tan solo unos meses antes, parecían haberse doblado de tamaño.

Si todo iba como la partera aventuraba, ni el postparto ni la crianza iban a representar ningún problema para Urraca. Y eso mismo le repetía continuamente Mayor, que parecía la más ilusionada con la venida al mundo de la pequeña criatura.

Tanto afecto mostraba para con su sobrina, que hubo alguna que otra discusión a la hora de elegir el nombre que iba a llevar. Ella, Urraca, siempre había dicho que si en alguna ocasión llegaba a tener una hija la llamaría Nuña. Sancho por su parte tenía una debilidad por el nombre de su hermana Elvira y deseaba que este fuera el nombre de su primera hija.

Y Aba, la abuela, viendo el cariño que Mayor mostraba por su sobrina, y sabedora del cariño que sin duda iba a darle a lo largo de su vida, insistió mucho ante su hija para que la niña llevara también el nombre de su tía. Y así pues, aquella hermosa niña se llamaría Nuña Mayor Elvira.

Su padre Sancho García, siempre la llamó Elvira. Su madre en homenaje a su amiga Mayor, empezó a llamarla Nuña Mayor y como agradecimiento a Urraca, la abuela y la tía decidieron llamarla también así.

 

A principios de invierno en una tarde lluviosa, Mayor regresaba a casa envuelta en su capa junto con una doncella. Al doblar una esquina vio una pequeña aglomeración de gente alrededor de un hombre caído en el suelo. Iba a seguir su camino, cuando pudo ver bajo la capa la camisa verde del caballero.

 

-          ¡Es Guillermo Isarno! – dijo gritando, mientras corría hacia el caído. -¿Qué ha ocurrido? ¿Está malherido?

-          Ha caído del caballo y se ha golpeado fuertemente con el basamento de un pilar. El caballo ha debido asustarse por algo y se ha perdido calle abajo.

Aunque la herida era muy aparatosa pues sangraba abundantemente y había manchado toda la cara y la capa, no parecía ser muy grave, puesto que antes de que pudieran ponerlo a cubierto, ya Guillermo, recuperaba el sentido y apoyado en su prima, llegaba por propio pie a los soportales.

Nunca había visto tan atractiva a Mayor. Con la capucha caída, la hermosa cabellera rubia recogida en un moño y totalmente empapada y la cara salpicada de gotas de agua que resbalaban por su cuello sin que ella aparentemente se diera cuenta.

No pudo evitar seguir el resbalar de una de aquellas gotas y fijar la vista en esos hermosos pechos en los que nunca hasta entonces había reparado. Ella, dándose cuenta de la intensidad de aquella mirada, instintivamente se cubrió con la capa. En su interior había sentido un extraño cosquilleo al ver la reacción de Guillermo ante la simple insinuación de una parte de su cuerpo.

No había visto a su primo Guillermo como hombre hasta aquel momento y la sensación, pese al gesto instintivo de cubrirse, no le había disgustado...

Cuando llegaron a casa para curarle la herida únicamente estaban los sirvientes. Urraca había salido y al parecer la lluvia estaba retrasando su llegada. Mayor empezó a lavar la herida de Guillermo y pudo apreciar que no era más que una brecha en la frente. Allí, con las caras casi tocándose, Mayor volvió a sentir aquella extraña sensación de unos momentos antes en la calle, y casi sin darse cuenta, sintió los labios de Guillermo posándose en los suyos.

Se vio de pronto fuertemente abrazada mientras toda su cara y su cuello estaban siendo frenéticamente besados por su primo. Nerviosa e incapaz de responder a aquellos abrazos pese a estar deseando hacerlo, se separó totalmente ruborizada y salió corriendo de la estancia.

Durante un tiempo no volvieron a encontrarse en situación similar y ni Guillermo ni Mayor hicieron comentario alguno a lo sucedido. Sin embargo, en la primera oportunidad en que estuvieron solos, volvió a ocurrir lo mismo y ya entonces Mayor no puso reparo alguno a lo que estaba sucediendo. Dejó fluir sus sentimientos hasta sentirse completamente dominada por aquellas nuevas sensaciones.

 

Sin saber nadie su procedencia, apareció por Burgos un clérigo, o al menos él decía serlo, que por todas las plazas y calles, a voz en grito, amenazaba con la proximidad del fin del mundo. El fin del milenio iba a traer según él todos cuantos males uno pudiera imaginar. Aunque había habido otros antes que él, éste era especialmente activo y tenía una buena oratoria y un fuerte poder de convicción.

Guillermo que tenía una excelente relación con Clario, el obispo de Burgos, estaba extrañado porque la iglesia y sobre todo él como máximo dignatario de la misma, no tomara medidas contra aquél individuo. Después de mucho hablar sobre el tema, llegó Guillermo al convencimiento claro de que no estaba del todo disconforme su amigo Clario con aquellas airadas profecías. A fin de cuentas, lo que estaban provocando era un creciente interés por las cuestiones religiosas y un acrecentado temor por parte de las gentes. Y esas dos cosas a la iglesia únicamente podrían reportarle beneficios…

 A pesar de su formación desde niño bajo la protección de Tedigero el presbítero de Calvera, Guillermo Isarno era muy escéptico respecto a todas las cuestiones eclesiales. Tenía frecuentes discusiones con el obispo Clario sobre la iglesia, su misión, su poder en la tierra, y sobre todo respecto a su empeño en atemorizar a las gentes.

Clario le decía que la iglesia y él en particular, no tendrían más remedio que organizar multitud de ceremonias para preparar a las gentes ante esa venida del próximo milenio y los males que podría llevar aparejados. Era algo que las multitudes demandaban y él no iba a negarles ese deseo.

 

-          Por cierto –le dijo Clario de forma inesperada- no estaría de más que también tu te pusieras en paz con Dios.

-          ¿Yo?- contestó Guillermo extrañado.

 

Pero como buen conocedor de su amigo, inmediatamente captó que aquella observación tenía un objetivo claro y no era un comentario banal.

 

-           ¿Qué quieres decir exactamente? – preguntó, esperando que su amigo no se anduviera por las ramas.

-          No por el temor al fin del mundo, que por fortuna no creo que vaya a producirse- dijo Clario sonriendo- pero sí por tu propio bien y el de tu alma, creo que debes poner orden en tu vida.

 

Guillermo supuso inmediatamente que se refería a su relación con Mayor y dedujo también que su amigo tenía sospechas, pero no certezas. De ser este el caso hubiera sido mucho más claro y contundente.

Bien, si era aquello, la cosa no revestía mucha importancia. Guillermo se tomó un tiempo para contestar, mientras sopesaba hasta donde sería conveniente que Clario conociera  la verdad de lo que estaba ocurriendo. 

Desde hacía prácticamente dos años sus encuentros a solas con Mayor acababan siempre en besos y caricias. Y si las circunstancias eran propicias, y cada vez hacían más los dos porque lo fueran, esas escenas iban creciendo en intensidad hasta llegar a auténticos arrebatos de pasión. En los últimos meses especialmente su discreción se había relajado hasta el punto de que ahora incluso su amigo el obispo estaba al tanto de aquellas relaciones.

- ¿En orden? –dijo finalmente Guillermo mientras sonreía -. Cuando tenga que poner en orden mi vida, si es que no lo está en este momento, descuida que serás de los primeros en saberlo. Y respecto a mi paz con Dios…te diré que estoy en disposición de enfrentarme al Juicio Final en este momento sin ningún tipo de problema.

 

Una semana antes de la llegada del nuevo milenio todo el mundo andaba en oraciones. A través de las conversaciones con Guillermo, Mayor estaba totalmente convencida de que los malos augurios que tan extendidos estaban, no eran más que imaginaciones de las gentes provocadas por avispados que al socaire de esos sentimientos esperaban obtener algún beneficio.

Mayor estaba pensando sonriente en la propuesta que Guillermo le había hecho. Alegando que querían pasar esos días en recogimiento, dirían que iban a una ermita en las proximidades de Zumel. En realidad les esperaba una intensa noche de amor en una cabaña que ya Guillermo había acondicionado a orillas del río Urbel.

Mientras miles de fieles temerosos de Dios y su cólera se apiñaban en las iglesias y entre rezos y lamentos esperaban la llegada del Juicio Final, Mayor y Guillermo en la soledad de una cabaña estaban totalmente entregados a una pasión desbordada.

Unas horas más tarde salieron a contemplar el cielo estrellado y allí, en plena noche,  tumbados boca arriba en las orillas del río Urbel, en medio de una fuerte helada, Guillermo y Mayor vieron como ni el cielo ni la tierra se inmutaban por la entrada de un nuevo milenio. Cuando sintieron que el frío empezaba a apoderarse de sus cuerpos volvieron a la cabaña. Instantes después, jadeaban de nuevo.

Al llegar a Burgos, las campanas volteaban sin cesar. Las gentes estaban jubilosas por las calles y llenaban las iglesias otra vez para dar gracias ahora porque el fin del mundo no se hubiera producido.

Unos días más tarde Guillermo se encontró con Clario, el obispo de Burgos, en visita a la casa del conde.  Discretamente, cogiéndole por el brazo, llevó a Guillermo a una estancia y allí, solos los dos, le dijo sin más rodeos:

-          Ha llegado a mis oídos que desde hace un tiempo es posible que tú y la hermana del conde, estéis teniendo una relación que no debierais tener. ¿Qué me dices al respecto?

Guillermo se quedó sorprendido. Esta vez, por la forma en que se estaban desarrollando las cosas, Clario seguramente sabía muy bien que terreno pisaba. Y ante ello, y siendo que ambos se conocían perfectamente, no le quedó al joven otra opción que decirle, si no todo lo referente a su relación, sí algo que pudiera dejar satisfecho al obispo.

 

-          Hemos tenido algunos escarceos y hasta es posible que estemos enamorados. Sin embargo –añadió- dadas las circunstancias de parentesco, no quisiéramos formalizar esa relación puesto que somos conscientes de las dificultades que su aprobación entrañaría. Por eso quisiéramos estar seguros de nuestros sentimientos antes de darlo a conocer públicamente.

-          Guillermo, a mí no me vengas con esos cuentos, que te conozco muy bien- dijo Clario. Vosotros lo que tenéis es un lío en toda regla y de una u otra manera habréis de darle solución y además a no mucho tardar, pues no sería razonable que en la casa condal de Castilla se permitieran situaciones de este tipo. ¡Menudo ejemplo!

-          ¿Y si quisiéramos casarnos? ¿Cuál sería la postura de la Iglesia?

-          ¡Lo sabes muy bien! La iglesia no aceptará ese matrimonio y supongo que no se te habrá pasado siquiera por la cabeza el seguir manteniendo esa relación al margen de la Iglesia. Por ello lamento decirte que no os queda más que una alternativa. ¡Dejad de una vez por todas esa relación que a nada bueno puede conduciros! ¡Da oportunidad a Mayor para que pueda conseguir estabilidad en su vida y tu intenta por tu parte buscar esposa en alguien con quien puedas formalizar un matrimonio!.

-          Bien- dijo Guillermo tras unos instantes de meditación- Lo hablaré con Mayor y tomaremos una decisión. Ya te diré algo.

-          ¡No hay nada que hablar ni que decidir! ¡Vuestra relación desde este momento está acabada! ¡Y te exijo aquí y ahora que me asegures que así será! - dijo iracundo Clario.

 

 

 El nuevo milenio no había traído buenas noticias para la paz y estabilidad en Castilla. El acuerdo al que se había llegado con Almanzor, hacía agua. No solo empezaba a tener problemas Sancho García, sino que los territorios de León y Pamplona, volvían a sufrir todos los años las correrías del caudillo musulmán.  En el verano del año anterior los ataques de Almanzor contra el condado de Pamplona alcanzaron una virulencia pocas veces vista hasta entonces, llegando su avance hasta la cuenca del río Gállego.

Lo mismo iba a ocurrir al año siguiente con Castilla y León.

A principios de 1002 se celebró una reunión en el Monasterio de San Juan de la Peña, aquél antiguo monasterio de los santos Julián y Basilisa que tan buen refugio natural ofrecía a sus moradores. Como muy bien sospechaban los monjes hacía más de cuarenta años,  había llegado a convertirse en el centro religioso del antiguo condado de Aragón, integrado entonces en la casa condal pamplonesa.

 

A esa reunión, invitados por García Sánchez II, conde de Pamplona, asistieron el rey de León Alfonso V y el conde de Castilla Sancho García. Los tres habían llegado a acuerdos familiares con Almanzor, y tras una vigencia más bien corta de los mismos, veían como de nuevo era atacados sus territorios sin piedad alguna.

Monasterio de San Juan de la Peña

 

 

Decidieron que ese mismo verano, los ejércitos conjuntos de los tres territorios cristianos se enfrentarían a las huestes de Almanzor.

En julio Almanzor andaba en camino hacia el norte en las proximidades de Medinacelli.  Frente a él, esperándole, un formidable ejército cristiano se alineaba en lo alto de la Cuesta de los Buitres, la Calat el Nesor de los árabes.

Tras todo un día de batalla, Almanzor, herido y vencido, se retiró con sus huestes hasta Bordeconeja. Y allí, una estrellada noche de agosto, moría el que había sido durante muchos años el terror de los pueblos cristianos, el más formidable e influyente caudillo musulmán desde la dominación.

 

A la muerte de Almanzor, tomó el poder militar su hijo Abd el Malik. Si los reinos y pueblos cristianos creían haber alcanzado la paz y la tranquilidad estaban equivocados. En los primeros meses de tomar el poder, antes de finalizar el año, Abd el Malik dirigió sus ataques al condado de Barcelona.

A Ribagorza llegaron noticias de que un ejército musulmán se dirigía hacia los condados del noreste peninsular. El conde Isarno de Ribagorza se encontraba en plenitud de fuerza y poder. Acaparaba en ese momento todo el poder condal, puesto que sus hermanos habían ido falleciendo. Primero fue Odesindo el obispo, muerto hacía más de veinticinco años. Apenas cinco años más tarde murió Unifredo y hacía trece años había muerto su hermano Arnaldo. Todos ellos habían fallecido sin descendencia y por tanto como miembros de la familia condal únicamente quedaban  su hermana Toda, con cincuenta y tres años, sin posibilidad de descendencia; su hermana Aba en Castilla que aunque sí tenía hijos, estaban completamente desarraigados de Ribagorza, y finalmente él mismo, Isarno. Estaba también aquél fruto de su desliz con Senegunda, aquél niño, Guillermo Isarno, que aún siendo hijo suyo, nunca fue considerado como miembro de la familia condal.

Tenía por tanto en sus manos todo el poder condal y había demostrado su fuerza no solo estabilizando la frontera de Ribagorza, sino permitiéndose ataques a los bastiones musulmanes más cercanos.

Quizá ese fue el motivo, junto con su carácter habitualmente impulsivo, para que decidiera realizar un ataque preventivo contra el ejército musulmán que se acercaba, más que con ánimo de derrotarle, de hacerle ver que ese territorio estaba bien defendido y que no era prudente inmiscuirse en sus asuntos.

No sabía que iba a enfrentarse a Abd el Malik, mucho más sanguinario que su padre Almanzor.

En Güel se reunió el grueso del ejército ribagorzano a la espera de la llegada de los caballeros de Fantova. De allí tenían que llegar Ansilán y Suñer con sus hombres. Esa noche, en casa de Oriol, mientras Cheno su mujer servía la cena, los caballeros principales del ejército, acordaron la estrategia a seguir.  Saldrían al encuentro del ejército musulmán y, sin entablar batalla, dejarían únicamente constancia de su presencia, disuadiendo a los invasores de sus posibles intenciones de atacar Ribagorza.

Al llegar a Monzón, en medio de una espesa niebla, se encontraron con una avanzadilla del ejército musulmán. No llegó a librarse batalla alguna, sino tan solo una pequeña escaramuza.

 

 

En ese primer mes de 1003, en medio de aquella espesa niebla, Ansilán llevaba en huida junto a él al conde Isarno con una saeta clavada en el abdomen. No lo sabía en ese momento, pero iba herido de muerte. En unos días, Ribagorza quedaría sin conde...

 

 

 

 

 

TERCERA PARTE

 

 

 

(1004-1016)

 

 

 

 

 

 

I

 

Nunca tuvo un carácter enérgico. Toda, única condesa de Ribagorza, estaba empezando a sentir el peso de regir unos intereses familiares tan complejos.

Los aparceros advirtieron esa situación de debilidad y empezaron a dar largas a los pagos. Desde la muerte de Isarno habían pasado tres años y, como la condesa no había hecho valer sus derechos, no eran pocos los que dejaron de satisfacer una parte o incluso todos los pagos. Podría haber recurrido a la fuerza, pero ninguno  planteó un enfrentamiento abierto con la casa condal y el uso de la violencia en esas condiciones hubiera sido considerado de forma equívoca. Alegaban tener malas cosechas, enfermedades que les impedían realizar las labores y mil argumentos más que Toda y todos cuantos la rodeaban sabían falsos y sin embargo nada hacía por remediar esa situación, con lo que cada vez se estaba generalizando más esa dejadez en los pagos.

La verdad es que Toda estaba hastiada. A sus manos habían llegado unas posesiones que ni siquiera conocía y de las que podría obtener unos rendimientos muy superiores a sus necesidades, pero como tampoco sus ambiciones eran muchas…

 

Desde hacía un par de años Abd el Malik había conseguido acuerdos con los representantes de casi todos los territorios del Pirineo, unas veces amparados en razones de parentesco y otras, las más, en razones de fuerza. Y esos acuerdos conllevaban siempre el pago del jarach y la chiziá, los impuestos territorial y personal al que estaban obligados todos los territorios y personas sojuzgadas.

 Sin embargo, toda la zona central de la cordillera estaba al margen de esa situación. Las plazas musulmanas de Ainsa y Boltaña en Sobrarbe se estaban revelando incapaces desde hacía muchos años de exigir esos pagos, y lo mismo sucedía en la zona de Ribagorza con las de Graus, Lascuarre y Benabarre.

En aquella ocasión la petición de ayuda no fue desatendida y mediado julio, el ejército al mando de Abd el Malik fue hacia el Pirineo. En Barbastro, una vez hecha la evaluación de las posibles resistencias a las que iban a enfrentarse, se decidió el plan de ataque a Ribagorza.

-          ¿Sería posible- se preguntaba Abd el Malik- que una región tan pobre y tan reacia a pagar los impuestos establecidos, hubiera sido capaz hacía tan solo tres años, de organizar un ataque preventivo contra su ejército en Monzón?

No estaba dispuesto a recibir ninguna sorpresa, por lo que decidió que todo su ejército atacaría uno tras otro los mas importantes núcleos del condado utilizando cuantas acciones de terror fueran necesarias para conseguir un sometimiento total de sus habitantes.

Aunque el objetivo primordial del ataque era Ribagorza, el primer contacto con un núcleo cristiano se produjo en Abizanda. Era un importante centro fortificado a orillas del Cinca que limitaba en muchas ocasiones el tráfico fluido entre los núcleos musulmanes de Ainsa y Boltaña y la cora de Barbastro.

 

Todas estas poblaciones habían solicitado encarecidamente que se sometiera esa población a vasallaje musulmán y que quedara abierta totalmente la ruta comercial del Cinca. Por su carácter estratégico, y por la resistencia demostrada, el ejército musulmán se empleó con especial fiereza, arrasando totalmente la población.

De allí, atravesando el Cinca, se dirigieron a Ribagorza cruzando la sierra de San Martín. En el trayecto se encontraron con el pequeño monasterio de San Juan de Pano. Como ni sus bienes y riquezas - que apenas existían- ni la actividad de sus escasos monjes – que se habían ocultado por las cercanías- eran motivo de interés o preocupación, Abd el Malik se limitó a destruir una parte no muy importante del monasterio y a saquear los escasos bienes existentes.

Al bajar al valle del Esera, por encima de la Valle Magna, llegó a Perarrúa que, sin presentar batalla alguna, aceptó cuantos acuerdos propuso el musulmán. Desde allí  tomó camino hacia Fantova y Erdao y luego hacia Güel.

El grueso del ejército, salvo un pequeño destacamento que quedó en Fantova, bordeando la sierra  se dirigió a Roda de Isábena. Aunque las condiciones defensivas de ese núcleo eran muy buenas, no hubo posibilidad de resistencia alguna. Tan rápido fue el control de la población, que las tropas  hicieron prisionero al obispo Aimerico que no pudo abandonar la sede episcopal.

Siguieron subiendo hacia el Valle Ripacurza, y allí, en pleno corazón de Ribagorza,  saquearon cuanto encontraron. El monasterio de Obarra, Calvera, Castrocit y especialmente Raluy, fueron blanco de sus ataques. El monasterio quedó apenas con cinco monjes al haber huido todos los demás, por lo que la vida monástica tardaría sin duda muchos años en volver a tener cierta plenitud. Calvera y Castrocit después del destrozo, tuvieron que aceptar unos acuerdos muy gravosos. Y en Raluy, todos los habitantes que quedaron vivos huyeron, abandonando sus propiedades.

Con la casa condal se llegó al acuerdo de que sería ella quien cobraría los tributos a los habitantes de Super Arás, so pena de inflingirles un castigo. Por esta vez, se iban a librar de la calamidad que la invasión suponía.

Desde Raluy pasaron al Valle de Lierp y desde aquí al Valle Nocelias, ya de regreso hacia Barbastro. En Nocellas se produjo otra situación de ensañamiento similar a la de Raluy.

Una vez en el curso del Esera, Abd el Malik quiso castigar especialmente el  cenobio de Esvún por la influencia de sus moradores en el comportamiento antimusulmán de los habitantes de la zona. Antes de llegar a Santa Liestra, y subiendo por el barranco de San Martín, alcanzó el pequeño monasterio y no conforme con dar muerte a sus seis ocupantes, lo incendió y  destruyó completamente.

Al llegar a Graus, en reunión con los prohombres de la plaza unidos a los de Lascuarre, Capella y Benabarre, hicieron un balance de lo conseguido. Abd el Malik, aparte de los bienes obtenidos en los saqueos, dejaba establecidos acuerdos de pago de impuestos, que debían ser cumplidos so pena de nuevas incursiones.

El jarach, un impuesto sobre el territorio, sería recaudado por la familia condal y por los monasterios de Obarra, Alaón y Lavaix. Ellos eran los mayores propietarios de tierras y aparte de su contribución, debían responsabilizarse del cobro de ese impuesto a los otros propietarios. La chiziá o impuesto personal debían pagarlo todos los habitantes. Ese pago lo realizarían a la casa condal y ésta, una vez recaudado, era la responsable de pagarlo a los musulmanes.

Para asegurar el cumplimiento de estas obligaciones, quedaron en Ribagorza dos destacamentos armados, uno en Roda y otro en Fantova.

El primer problema con el que se encontró el destacamento de Roda fue la situación del obispo Aimerico. La única opción que se le ofreció para alcanzar la libertad era a cambio de un rescate. Como quiera que Aimerico no tenía apenas bienes propios, alegó que sí podía conseguirlos, pero tendría que ir a buscarlos.

Para ello se aceptó que fuera el obispo al condado de Toulouse donde contaba con familiares en buena posición económica. Dejó a un sobrino en calidad de rehén en Roda y puesto en contacto en Francia con Gairo, un familiar de su padre, consiguió la cantidad necesaria para poder liberar a su sobrino.

 

Con el recuerdo aún reciente del terror impuesto, los destacamentos no tuvieron problema alguno al principio para percibir los tributos establecidos. Así, tanto la casa condal – Toda- como los monasterios, recaudaban diligentemente los bienes y nadie en un primer momento intentó siquiera negarse al pago, puesto que con los nuevos amos, no existía limitación o impedimento alguno para el uso de la violencia.

 

 

 

II

 

 

Apenas pasados unos meses, la situación de la institución condal presionada por el pago de unos impuestos que no podía o no sabía recaudar, amenazaba un derrumbe total. La mejor manera de poner orden en el condado y restablecer la autoridad sería el matrimonio de Toda con el conde Suñer de Pallars. Aunque este era ya muy mayor y existían lazos familiares entre ellos, puesto que Toda era sobrina de Suñer, el matrimonio suponía ventajas para ambas partes.

Toda tendría más fuerza y posibilidades de recaudar los impuestos comprometidos con lo que podría garantizarse mayor estabilidad. Suñer por su parte, y en consecuencia el condado de Pallars, podría extender su influencia con mayor fuerza en la zona al este del Noguera Ribagorzana, donde ya en esos momentos había empezado a ser considerado como el señor de quien se podía confiar y podría además influir, y no poco,  en dar satisfacción a su amigo el obispo de Urgell, debilitando en lo posible la institución episcopal de Roda.

Después de un tiempo de crisis total en el condado ribagorzano, las aguas volvían a su cauce. De nuevo, como en los tiempos de Isarno, se ejercía la autoridad, bien por el conde Suñer, o bien por sus hijos.

Pocos días después de su matrimonio, Toda recibió una noticia que no solo le produjo un tremendo dolor, sino que iba rodeada de una historia a la que costaba dar crédito.  Su hermana Aba, había muerto en Castilla. Y había muerto envenenada.

En una larguísima carta traída por el mensajero, su sobrina Mayor, le explicaba con todo lujo de detalles las circunstancias de esa muerte. Hubiera preferido ignorarlas. Mayor, al escribir la carta, había dudado si merecía la pena contárselas, puesto que ella misma, como hija, hubiera deseado no saberlas. Sin embargo, había considerado que nada se ganaba con ocultar lo acontecido y quizá fuera bueno que Toda conociera la verdad de los hechos.

La carta empezaba relatando una historia que había empezado a fraguarse al poco de quedar Aba viuda. Hacía de eso ya once años. Aba, aún siendo ya de bastante edad, se encontraba con un aspecto físico envidiable. Nadie, a pesar de haber tenido tantos hijos,  hubiera estimado que tenía ya cincuenta años cuando enviudó. Seguía teniendo su hermosa cabellera rubia y una piel tersa y pálida.

Según explicaba Mayor, un influyente muladí, comerciante y dueño de muchas posesiones, emparentado además con la familia de Almanzor, desde antes incluso de que Aba enviudara, empezó a tener mucha relación con la familia condal castellana.  Este muladí, Mohamed el Mohadi, mostraba en todo momento un apoyo para Aba mientras su marido estuvo prisionero en Córdoba, e incluso se ofreció e intentó –según dijo- conseguir su libertad.

Esa presencia en las proximidades de Aba se vio reforzada una vez que ella enviudó, hasta llegar a tener entre ambos una relación que ninguno hacía grandes esfuerzos por ocultar.

No indicaba Mayor en su carta si esta relación se inició antes o después de enviudar. El hecho cierto es que, según decía, Aba llegó a tal enamoramiento, a tal pérdida del sentido y de su posición, que ninguno de sus hijos pudo, ni por asomo, hacerla desistir de su apasionamiento por  Mohadi.

 Su hijo el conde Sancho García no parecía hacerle ningún caso e incluso a veces no solo el conde sino personas de su confianza no tenían ninguna consideración hacia ella. Era ninguneada continuamente por su hijo e incluso sus propias hijas, le confesaba Mayor, la tenían un tanto abandonada.

Quizá fue eso, unido a la ambición sin límites de Mohadi, lo que hizo que en un momento dado el muladí llegara a plantearse la posibilidad de acabar con aquella situación sin que él resultara afectado en absoluto. Para ello debía recuperar Aba el poder condal y a través de ello sería él quien controlaría todo, pero eso sería únicamente posible con la desaparición de Sancho García.

Una tarde Mohadi y una alcahueta, sin ser conscientes de que una camarera estaba oyendo toda su conversación, ultimaban los detalles de cómo podrían conseguir que el conde muriera sin despertar sospechas. Esa camarera al llegar a su casa comentó a su incrédulo marido que en la cena de celebración de la próxima cacería, apenas unos días más tarde, el conde sería envenenado con el vino. Que había oído esa conversación entre Mohadi y una mujer que según creía ella no podía ser otra que Aba, puesto que todas las tardes solía estar junto a Mohamed el Mohadi.. 

Al día siguiente el marido en conversación con Sancho Peláez de Espinosa, no pudo por menos que comentarle con incredulidad lo que su esposa le había contado. Ninguno de los dos creía que cuanto contaba la camarera pudiera ser verdad..

Sin embargo, la mañana de la cacería, Sancho Peláez, en un aparte con  Sancho García, le manifestó cuanto había oído. El conde, aún siendo consciente del desprecio que muchas veces mostraba por su madre y sabiendo también la relación que tenía con Mohadi, no podía dar crédito a cuanto estaba oyendo, pero, agradeciendo en principio cuanto Peláez le había dicho, siguió la cacería.

En la cena estaba Sancho prestando atención especial a la procedencia del vino que le era servido. Una de las veces, tanto a él como a los principales comensales, se les hizo llegar una bandeja con cinco copas labradas entre las cuales destacaba claramente una por su tamaño y belleza.

Tomando la copa y levantándola ante los presentes, dijo:

-         Mientras viva mi madre la condesa Aba, en cualquier celebración en que esté presente, será ella la persona más importante. Es por eso que a ella debe corresponder la copa principal y más hermosa.

Y una vez dicho esto, entregó a su madre la copa, y le ofreció beber mientras él cogía una segunda.

Aba bebió el vino sin recelo alguno y supuso en ese momento Sancho que cuanto le habían contado era una burda mentira. Sin embargo, al día siguiente Aba, enfermó gravemente y murió.

Sancho montó en cólera y mandó ejecutar a Mohamed el Mohadi al tiempo que como premio por haberle salvado la vida, nombró a Sancho Peláez teniente de un cuerpo que a partir de entonces quedaría encargado de velar por la seguridad del conde: los Monteros de Espinosa.

Sin embargo, siempre tuvo la duda sobre si su madre había participado en aquél intento de asesinato o si por el contrario no había sido más que la víctima imprevista del mismo.

La carta de Mayor acababa diciendo que su madre nunca había llegado a sentirse querida en Castilla y que siempre había sentido una nostalgia por Ribagorza.  Tanto había llegado a hablarle de esa hermosa tierra, que a veces, añadía, tenía verdaderos deseos de conocerla.

No podía saber Mayor en ese momento, que ese comentario influiría, y no poco, a no mucho tardar para determinar el curso de su vida…

 

El conde Suñer, aunque suponía un eficaz apoyo para Toda, estaba cada vez apropiándose de atribuciones que ella, como condesa, no le había otorgado. Y eso iba produciendo un malestar creciente no solo en la condesa, sino en importantes e influyentes núcleos ribagorzanos. Aunque Suñer intentaba aplicar en estas ocasiones unos criterios de beneficiar sucesivamente a unos u otros de esos núcleos de poder, no podían por menos estos que considerar que el conde estaba atribuyéndose potestades que no tenía en absoluto.

Era frecuente que con ánimo de acelerar el cobro de impuestos y aparcerías, Suñer se extralimitase en sus funciones de conde consorte de Ribagorza. Sin embargo, como quiera que en muchas de las ocasiones esas acciones eran aprobadas o al menos consentidas por la condesa Toda, se aceptaban esas extralimitaciones de su cónyuge.

No obstante, hubo una decisión de Suñer que colmó el vaso.

Los bienes que quedaban sin dueño por cualquier razón, y la más frecuente era que una persona muriera sin sucesión ni descendencia ni hubiera hecho donación o testamento, pasaban a engrosar el patrimonio de la familia condal.

Si alguna entidad se hallaba en buena situación económica en Ribagorza, era el monasterio de Obarra, al que le llegaban donaciones y dada la situación de crisis, podía realizar adquisiciones de tierras y bienes a bajo precio. Ya esta buena situación económica les había permitido salir en auxilio de la casa condal mediante la donación de veinte mancusos, que era como se llamaban en territorios cristianos los dinares de oro árabes.

Suñer, sin el conocimiento de Toda, se permitió realizar la venta del pueblo de Raluy al abad Galindo de Obarra, como tierra desierta y esto suponía al menos dos graves infracciones a lo que solía ser normal en las actividades del condado.

Por una parte Raluy había sido abandonado por sus habitantes a raíz de la invasión de Abd el Malik. Ello suponía que los bienes seguían siendo propiedad de aquellos habitantes por lo que en ningún momento podría considerarse tierra desierta. En último caso la casa condal habría podido disponer únicamente de las pertenencias de aquellos propietarios que no tuvieran descendencia alguna ni herederos conocidos. Y en esta situación estaban muy pocos bienes.  Por tanto la casa condal estaba disponiendo de propiedades sobre las que legalmente no tenía ningún derecho.

El segundo aspecto era que aun en el supuesto de que la casa condal hubiera podido disponer de esos bienes, la única persona autorizada para poder realizar la venta de los mismos era la condesa Toda, y no su marido Suñer. Podía admitirse que la venta se hubiera realizado con el acuerdo de ambos, pero bajo ningún concepto podía Suñer arrogarse ese poder.  Tan grave era eso como la postura del abad Galindo al aceptar una venta en esos términos que sabía a ciencia cierta que contravenía las más elementales reglas de comportamiento en el condado. Unicamente el hecho de haber nacido el abad en Raluy, justificaba en parte su comportamiento.

A Toda se le planteaba un grave conflicto. Hubiera deseado que su marido siguiera apoyándola en todo lo referente a la gestión condal, pero siendo ella quien a la postre tomara las decisiones.  Veía, sin embargo, que la situación iba derivando no hacia ese objetivo, sino más bien hacia una anulación total de Ribagorza en beneficio de Pallars tanto a nivel económico como eclesiástico, con la total subordinación del obispado de Roda al de Urgel.

El problema se agravaba porque la edad de Suñer y su estado de salud, presagiaban que una vez que él no pudiera desempeñar esas funciones, Toda se encontraría totalmente a merced de sus hijastros Ramón y Guillem.

Por otra parte, bajo ningún aspecto se podía pensar en que el condado de Ribagorza pudiera dejar de lado al de Pallars, puesto que era imprescindible contar con su apoyo. Además era una forma de mantener sin conflictos la situación a la que se había llegado sobre todo en la zona suroriental de Ribagorza, que de hecho estaba ya totalmente controlada por Suñer.

Los abades de Obarra y Alaón, en una larga conversación, habían estado analizando las distintas alternativas que existían para salir airosos de la situación en que se hallaba el condado y que podía repercutir directamente en ellos.  De todas las opciones posibles la más adecuada era que las dos únicas personas que podían en ese momento, aparte de Toda, alegar derechos condales sobre Ribagorza, se hicieran cargo del condado.

Esas dos personas estaban en Castilla y no eran otras que Guillermo Isarno, como hijo natural del difunto conde Isarno y sobrino por tanto de la actual condesa Toda; la otra persona era Mayor, hija de Aba, y sobrina también por tanto de Toda.

Los abades de Obarra y Alaón sabían, como todos los ribagorzanos, que estas dos personas, posibles candidatas a ostentar los derechos condales, eran primas carnales y nietas ambas del conde Ramón II. Lo que ninguno de ellos sabía, era que esas dos personas habían sido amantes y seguían teniendo una relación muy especial, llevada, eso sí, con una gran discreción.

La opción elegida por los abades y plenamente aceptada tanto por Toda como por Suñer su marido, era que Mayor contrajera matrimonio con Ramón, el hijo de Suñer y por tanto futuro conde de Pallars y que Guillermo Isarno, con un prestigio como estratega y hombre de armas, adquiriera igualmente la dignidad condal de Ribagorza.

Se conseguiría con ello mantener una gran independencia con respecto a Pallars, gracias a la presencia de Guillermo Isarno y por otra parte, se mantendría una estrecha relación con ese condado gracias al matrimonio de Mayor y Ramón.  La actual condesa Toda y su marido Suñer, abdicarían en sus sucesores y la situación en ambos condados quedaría estabilizada y rejuvenecida.

Cuando esta oferta llegó a Castilla, el conde Sancho García estimó inmediatamente de forma satisfactoria el poder llegar a este acuerdo. Acababa de llegar a un compromiso de matrimonio de su hija Munia Mayor con Sancho III de Pamplona y este condado extendía sus dominios hasta el condado de Ribagorza. Sancho García como buen gobernante y con amplia visión de los acuerdos políticos, veía claramente que su familia controlaría directamente todo el frente cristiano del centro de la península.

No veía inconveniente alguno en que Mayor, su hermana, tuviera que ir a Ribagorza. Unicamente su esposa Urraca lo lamentaría profundamente pues perdería a su principal amiga y confidente. Pero las razones políticas eran lo suficientemente fuertes para que no opusiera gran resistencia.

Un problema más grave le ocasionaría la marcha de Guillermo Isarno que había llegado a convertirse en un fiel servidor de los intereses condales. La gran mayoría de los acuerdos y fueros que Sancho dictaba se hallaban inspirados en los razonamientos e indicaciones de Guillermo. Si a ello unía que su habilidad para la estrategia de combate era especialmente brillante, estaba muy claro que al perderle, Sancho dejaría de tener uno de sus apoyos importantes. Sin embargo, casi toda la labor de ampliación condal que se había propuesto estaba conseguida y para estabilizar lo logrado se bastaba y se sobraba el propio Sancho.

Decidió plantearle en primer lugar la propuesta a Guillermo Isarno. Esa noche  mientras cenaban, le dijo:

-         Ha llegado hoy un emisario desde tu tierra, pidiéndonos ayuda.

-         Un emisario… ¿de quién? –dijo Guillermo como si no hubiera entendido.

-         De tu tía la condesa Toda. En el escrito, que viene avalado por su marido y que dice contar con el apoyo de los abades de los monasterios del condado y por los personajes más influyentes de Ribagorza, se pide ayuda a Castilla y especialmente a ti, como futuro conde de Ribagorza.

Guillermo quedó sorprendido. En principio no creía que la situación en Ribagorza fuera tan caótica como para tener que pedir ayuda a Castilla para poner orden en la propia casa. En segundo lugar le extrañaba sobremanera como habían decidido que fuera él uno de los que debían hacerse cargo de la dignidad condal, cuando fue llevado a Castilla precisamente para alejarle de Ribagorza. Claro, que bien mirado, le llevaron a Castilla para alejarle de su padre Isarno, no de Ribagorza. Y su padre Isarno había muerto hacía más de cinco años…

Empezaron a venir a su mente los recuerdos de la infancia atropelladamente y notó como un sentimiento irrefrenable le empujaba no solo a aceptar la propuesta, sino a desearla profundamente.

-         Sin embargo – dijo Guillermo- más derecho que yo a esa sucesión tienes tu mismo y cualquiera de tus hermanos que sois igualmente nietos de un conde de Ribagorza, nuestro abuelo Ramón II.

-         Es cierto- añadió Sancho- pero en la propuesta se me indica que no serías tu el único conde, sino que mi hermana Mayor debería ir contigo a Ribagorza y casarse con el futuro conde de Pallars.

-         ¿Sabe esto Mayor? - preguntó Guillermo.

-         No. Aún no. Pero quería conocer en principio tu opinión, desearía obtener tu aprobación y te agradecería que después me ayudaras a convencerla. Será mucho más difícil encontrar para ella motivos que le hagan aceptar esa propuesta.

 

Guillermo quedó meditando. Aquél sentimiento irrefrenable inicial quedaba matizado por la implicación que suponía para su prima Mayor. Y por tanto, también para él…

-         Mañana tendrás mi respuesta- dijo. Necesito pensarlo. No le digas nada a tu hermana de momento. Haz que venga a comer con nosotros  mañana y le expondremos nuestra decisión.

 

No podía conciliar el sueño. A las imágenes de su infancia se sobreponían las de Mayor en sus brazos. La imaginaba ahora en brazos de otro, un hombre al que en ese momento no conocía, pero del que después iba a tener que ser vecino y con el que debería llevarse bien, pese a saber que viviría con la mujer a la que él quería.

Aquellas indicaciones que años atrás le hiciera Clario el obispo de Burgos, habían provocado una interrupción de sus relaciones amorosas. Guillermo le había asegurado que se acabarían, pero lo que en realidad habían hecho era enfriarse. Aún de vez en cuando él sentía unos deseos irrefrenables de abrazar a Mayor, pero observaba en ella un distanciamiento infranqueable. La diatriba que con ella e incluso con Sancho García debió tener Clario en su día debió ser tremenda. 

Pese a ello, siempre sospechó que una relación de aquél tipo no podía cortarse bruscamente de la noche a la mañana. Estaba convencido de que bastaría un pequeño soplo para que aquellas brasas volvieran a encenderse.

Y después de todo, pensó, aunque Mayor estuviera casada con otro, lo importante era que podría tenerla cerca y de una u otra forma, gozaría con su presencia. Llegó a la conclusión de que por ese lado, no debía haber obstáculos para aceptar la propuesta.

Otra cuestión era el saber con que tipo de problemas iba a encontrarse y si iba a necesitar el uso de la fuerza. En caso de ser así, con que elementos podría contar y como iba a aportar Sancho García esa ayuda. Como las necesidades de hombres de armas en ese momento por parte de Sancho no eran muy grandes, estimaba que podría contar con varios de sus hombres de mayor confianza. Fue repasando mentalmente todos aquellos caballeros que por no tener ataduras familiares y ser de un cierto espíritu aventurero iban a poder acompañarle.

Tenía claro que ese aspecto tampoco iba a originar problema alguno, puesto que Sancho había mostrado claramente su interés en que aquél acuerdo saliera adelante y no iba a poner ninguna limitación ni objeción a sus peticiones.

Vio claro por tanto que él iba a ser el futuro conde de Ribagorza. Convencer a Mayor no sería difícil porque no había ninguna razón de peso que la atara a Burgos. La única razón que pudiera atarla, se dijo a si mismo, iba a marchar dentro de poco hacia Ribagorza. Y ella, iría con él. Seguro.

 

 

 

 

III

 

 

Aunque los primeros días hizo un tiempo apacible, estaban casi saliendo de tierras navarras cuando el cielo se encapotó y un viento frío empezó a soplar. El ejército que a las órdenes de Guillermo Isarno se dirigía a Ribagorza, iba muy bien pertrechado. Los casi sesenta caballeros que lo componían habían sido cuidadosamente seleccionados por Guillermo entre los más capaces y eso le daba la garantía de contar con una fuerza de un poder muy superior al que por su simple número hubiera parecido.

En toda la comitiva, tan solo iban tres mujeres: Mayor y sus dos doncellas. Sin embargo, por expreso deseo del conde Sancho García, su hermana Mayor debía ser objeto preferente de cuantas atenciones se dispensaran en la expedición.

Su tienda de acampada que usaba cuando no podían pernoctar en recinto cubierto era la más lujosa que habría podido encontrarse en Castilla entera. La avanzadilla del propio ejército encargada de preparar los campamentos para el grueso de la expedición, debía tener especial cuidado en que la tienda de Mayor quedara no solo en el centro de la acampada y por tanto totalmente protegida, sino completamente equipada con comodidades que muchos de los miembros de la expedición no tenían ni en sus propias viviendas.

El día de Año Nuevo y rodeados de una buena capa de nieve cruzaban el puerto de Basarán. Aunque había hecho un buen día, al atardecer amenazaba volver a nevar por lo que nada más llegar al río Ara, decidieron pasar la noche junto al monasterio de Castillón. Fue la sugerencia que les hizo un pastor y eso permitió que al menos los doce miembros más importantes de la expedición pudieran pasar la noche a cubierto. Una noche infernal y de ventisca que al día siguiente les mostró el valle completamente nevado. A la vista del mal estado del camino, y siendo que no tenían prisa alguna por llegar a destino, decidieron pasar unos días hasta que pudieran efectuarse los desplazamientos en mejores condiciones.

Ese primer encuentro con el Pirineo traía a la mente de Guillermo Isarno recuerdos de su infancia en Ribagorza. Casi ninguno de sus acompañantes había estado en las proximidades de esa cordillera y a pesar de las indicaciones y descripciones de los guías, estaban totalmente sorprendidos por la majestuosidad de las montañas nevadas.

Aquella tarde y por indicaciones del abad de Castillón, Guillermo propuso a Mayor y a dos de sus más fieles caballeros subir río arriba hasta una gran llanura que estaba inmediatamente encima de ellos para apreciar una de las vistas más espectaculares que jamás habrían contemplado. Desde allí, e iluminadas por la luz anaranjada del atardecer, tenían ante sí el majestuoso espectáculo de las paredes verticales de Ordesa.

Cinco días más tarde coronaban la divisoria de aguas entre el Cinca y el Esera. Desde allí, por vez primera se divisaba el monte que Guillermo tan bien recordaba desde su infancia. Mientras la expedición descendía ladera abajo hacia el valle Axén, Guillermo quiso quedarse solo un rato contemplando el Turbón totalmente nevado en medio de una emoción difícilmente contenida. Recordaba como en ese mismo punto muchos años atrás el abad de Alaón, les había contado una historia acerca de un monje. Lo intentó,  pero no consiguió  recordar como acababa aquella historia.

 

Aunque en Castilla había sido muy bien tratado y había colmado casi todas sus aspiraciones, no pudo por menos que sentir en ese momento que acababa de entrar de nuevo en su tierra y que se acercaba además a ella con la gran responsabilidad de conseguir que floreciera de nuevo.

El Valle Axen, con el Turbón al fondo

 

 

 

Se abrigó, y dejando la ladera soleada a su espalda, comenzó a descender hacia el valle siguiendo la marcha de sus caballeros.

Al día siguiente, con una parte reducida del ejército, Guillermo se adelantó hacia el valle del Isábena, llevando con él a Mayor y sus doncellas. Cuando en Beranuy se encontró con Toda que ya estaba avisada de su llegada, se fundieron en un fuerte abrazo. Aquella mujer había sido para él como una segunda madre y sin embargo la veía muy extraña. La encontraba mucho más mayor de lo que hubiera esperado.

En apenas unas horas, Toda les explicó con todo lujo de detalles cual era la situación en Ribagorza. El porque de su boda con Suñer, el conde de Pallars, y la situación a la que había llegado el condado. Les aclaró que para dentro de unos días había convocado en Obarra a los notables del condado para darles a conocer la nueva situación que se creaba a partir de la llegada de ellos dos.

Hasta que llegara el momento de esa reunión, a la que también asistirían Suñer y sus hijos, Guillermo se convirtió en guía permanente de su prima Mayor. Tan pronto como quedaron ubicados sus hombres en los pueblos del valle de Ripacurza, quiso enseñarle rápidamente los aspectos más relevantes del territorio del que iba a ser condesa.

El primer día que salieron se dirigieron en principio a Castrocit. Estuvieron viendo el estado de la casa  en la que pretendía vivir Guillermo y que había pertenecido a su padre Isarno. Estaba en un estado aceptable, aunque serían necesarias algunas mejoras. Dio órdenes para que comenzaran inmediatamente las obras. Después se dirigieron a Calvera. Le habían dicho en Beranuy que su antiguo mentor Tedigero seguía viviendo allí y él era la primer persona a quien quería visitar.

Tedigero, conocedor del acuerdo que iba a permitir la llegada de Guillermo, llevaba varios meses esperando aquel momento. Se encontraba muy cansado y apenas tenía ilusión por la vida hasta que el anuncio de la llegada de Guillermo pareció darle un soplo de vida.

Cuando se abrazaron, las lágrimas surgieron en los ojos de ambos. Mayor, expectante, estaba asombrada al ver la fuerza de los sentimientos que unían a aquellos dos hombres. Estaba convencida que ella jamás despertaría en Guillermo un sentimiento semejante.

Después de cenar, estuvieron hablando los dos hasta bien avanzada la noche. Mayor,  al igual que el resto de los habitantes de la casa, hacía varias horas que se había acostado. Recordaron sus andanzas de muchos años atrás y sobre todo, Tedigero mostró un gran interés por conocer todo cuanto a Guillermo Isarno le había acontecido desde su marcha a Castilla. Tantas cosas había para relatar, y tan corto se les hacía el tiempo que acordaron que el próximo día lo pasarían allí en Calvera y que solo al final de la tarde irían todos al Monasterio de Obarra.

El abad Galindo, al saber que los futuros condes iban a visitar el monasterio, preparó una recepción en la que pudieran admirar no solo la pujanza, sino también la importancia que para el condado tenía cenobio. Por otra parte se congratulaba de poder hablar con los condes antes de que tuviera lugar la reunión que la condesa Toda había convocado para unos días después. Allí podría cimentar una relación de privilegio con la casa condal, al menos tan fuerte como la hubo tiempos atrás.

Estuvieron tan solo un día en Obarra, puesto que –por indicación de Tedigero- no sería prudente establecer una relación muy estrecha con una institución tan importante como el Monasterio de Obarra, puesto que podría provocar distanciamiento con otros centros de poder – monasterios de Alaón y Lavaix- con los que quizá sería en el futuro más importante mantener buenas relaciones.

Dos días después, Guillermo le propuso a Mayor ir a conocer la sierra de Sis. Desde ella podría ver el valle del Noguera Ribagorzana y podría tener una idea más precisa de la geografía del condado. Acompañados de dos escuderos castellanos y uno de los hombres más importantes de Beranuy que haría de guía, emprenderían la ascensión por el camino de las bordas hasta llegar a lo alto de la sierra. Llevaban intención de pasar la noche en una choza de pastores y al día siguiente seguirían hacia el norte por el alto de la sierra para descender hacia Castrocit y ver como se desarrollaban las obras de acondicionamiento de la casa.

La fuerte helada de la noche había cubierto de blanco todo el valle. Apenas empezaba a clarear cuando emprendieron la marcha por el empinado camino. Abría la marcha el guía y detrás de él iban Guillermo y Mayor. Más atrás, con la reata de caballos, iban los dos acompañantes.

A medida que ascendían, se hacía más hermoso el contraste entre la ladera donde estaban, toda ella en sombra y con el suelo blanco de la escarcha y la ladera del otro lado del valle, ya bañada por el sol y con un hermoso tono dorado bajo el blanco reluciente de la nieve del Turbón.

Cuando llegaron a lo alto de la sierra soplaba un aire frío del noroeste. Aprovecharon un abrigo de rocas para comer y allí, protegidos del viento y calentándoles el sol, estuvieron Guillermo y Mayor oyendo las explicaciones del guía. Les explicaba los límites del condado, la situación de las principales fortalezas y pueblos, los montes...   Guillermo no podía por menos que recordar aquellas largas explicaciones de Tedigero en su infancia sobre esos mismos temas.

Mayor estaba entusiasmada con la vista que tenía ante sí y prefirió quedarse un rato contemplándola. Guillermo les dijo a los caballeros que se adelantaran hasta el chozo y lo acondicionaran mientras él, con dos caballos, se quedaba junto a Mayor.

Se sentó junto a ella y le miró a los ojos.

-          ¡Es precioso! - dijo ella quedamente.

-          Como tú… ¡y como tus ojos! – contestó Guillermo.

Y allí en la Sierra de Sís, al atardecer, recordaron aquellos instantes en que a orillas del río Urbel, vivieron la entrada de un nuevo milenio.

Cuando llegaron al chozo estaba el sol ocultándose por el horizonte y en poco tiempo se haría de noche. Para justificar su tardanza dijo Guillermo que se habían entretenido viendo unos extraños fósiles y en realidad si que habían encontrado uno, pero sin buscarlo y por supuesto, sin entretenerse.

El amanecer en lo alto de la sierra de Sis resultó espectacular. Aunque habían hecho una buena hoguera habían pasado algo de frío durante la noche. Pese a ello habían dormido bien. Cuando el guía salió al exterior, una intensa luminosidad entró hasta el fondo de la choza. El sol acababa de hacer su aparición en el horizonte y el espectáculo de la tierra blanca por la escarcha despidiendo brillos era impactante.

Los dos valles al este y el oeste estaban sumidos en una sombra azulada y además de la sierra en la que estaban, tan solo el majestuoso Turbón y los altos montes nevados de la cordillera al norte estaban iluminados por los rayos del sol.

Empezaron el camino hacia el norte siguiendo la cresta de la sierra hasta llegar a la altura de Castrocit. Desde allí se veía claramente la torre del castillo de Calvera dominando todo el valle. Empezaron el descenso y antes del mediodía llegaban a Castrocit. En la casa de Guillermo las obras estaban muy avanzadas gracias al empeño que había tomado para su ejecución el pueblo entero.

Después de comer emprendieron el regreso hacia Beranuy, donde llegaban bien avanzada la tarde. Mayor estaba muy ilusionada explicándole a Toda cuanto había visto y las impresiones que le había causado el viaje. No había visto nunca montañas como aquellas que acababa de contemplar y le habían gustado.

Mientras que Mayor decidió quedarse a vivir en principio con su tía Toda en Beranuy, Guillermo aceptó la invitación de Tedigero de quedarse con él en Calvera hasta que estuviera en condiciones de habitabilidad la casa de Castrocit.

Aunque estaban casados, Toda y Suñer no vivían juntos. El conde de Pallars residía normalmente en Sort o en La Seo de Urgell y tan solo viajaba a Ribagorza por razones políticas.

Una de esas razones iba a ser la próxima reunión que Toda había convocado en Obarra. A ella acudirían todos cuantos tenían poder en Ribagorza, bien como miembros de la Iglesia, bien como caballeros o personas importantes. Y acudirían por ser parte muy interesada el conde Suñer y sus dos hijos Ramón y Guillem.

Un día antes de la reunión se personaron los tres en Beranuy. Cuando Toda mandó llamar a Mayor para presentársela a su marido e hijastros, esta apareció deslumbrante. Llevaba un vestido de raso verde oscuro sobre el que destacaba su hermosa melena rubia sujeta por un ceñidor. Ramón quedó impresionado por su belleza. Sin embargo Mayor no pudo por menos que compararlo para sí con Guillermo Isarno y llegó inmediatamente a la conclusión de que este le superaba en todo. Muy en su lugar, estuvo Mayor en todo momento pendiente de los recién llegados, atendiéndoles y repondiéndoles cuantas preguntas le hicieron sobre Castilla y sus familiares.

En la sala capitular del Monasterio de Obarra, después de dar la bienvenida a los presentes, el abad Galindo expuso los motivos que daban lugar a aquella reunión. En ella, la condesa Toda, iba a exponer a los representantes de su condado las decisiones que había decidido tomar.

Explicó la necesidad de buscar sucesión para el condado y para ello expuso como se había llegado a la conclusión de que lo mejor era unir Pallars y Ribagorza mediante el matrimonio de Ramón con Mayor. Esta opción era avalada y bien vista por Suñer y por ella misma. Ambos abdicarían en beneficio de los contrayentes, quedando Mayor y Guillermo Isarno como condes de Ribagorza y Ramón y Guillem como condes de Pallars.

Guillermo Isarno ejercería el control sobre los valles del Esera y el Isábena. Mayor y Ramón, junto con Guillem, estarían al frente del valle del Noguera Ribagorzana, perteneciente a Ribagorza,  y de todo el condado de Pallars.

Se acordó la fecha de celebración de la boda para la primavera del año siguiente. Hasta ese momento Guillermo Isarno intentaría consolidar las posiciones defensivas de Ribagorza, y los condes de Pallars harían lo mismo en su territorio.

 

 

Guillermo llevaba instalado en su casa de Castrocit desde hacía una semana. Aunque le había dicho a Mayor el día que marchó que cuando quisiera podía ir a visitarle, ella sabía que estaba casi todo el tiempo recorriendo los lugares de ubicación de los hombres que había traído de Castilla y acomodándolos en mejores condiciones por todo el valle. Aunque se había fijado intentar liberar del dominio musulmán todo el flanco sur del condado, había decidido tomar unos días más de descanso antes de empezar esos ataques. Esperaba que sus hombres estuvieran perfectamente asentados antes de convocarlos para acciones de batalla que por otra parte era preciso evaluar con toda claridad en cuanto a riesgos e interés. Con Orrato Aznarez –uno de sus más fieles lugartenientes- había estado estudiando y organizando la toma de Roda, oyendo entre otras cosas las versiones acerca de cómo actuó Abd el Malik unos años antes.

Al regreso, pasó por Beranuy e hizo noche en casa de Toda. Esta le mostró el gran interés que tenía en pasar unos días de la Cuaresma en el Monasterio de Obarra. Después de toda una tarde de plática, convenció a su tía y a Mayor para que al regreso de Obarra pasaran por Castrocit y vieran como había quedado su casa.

Después de tres días de oración y de meditación guiada por el abad Galindo, decidieron emprender el camino hacia Castrocit.

Cuando llegaron Guillermo estaba esperándolas. No pudo por menos que echar una mirada arrebatadora a Mayor al ver que llevaba el mismo pañuelo y ceñidor que unos días atrás en la sierra de Sis. Un pañuelo con el que habían estado jugando antes de emprenderse a besos devorados por la pasión. Todos los recuerdos de aquella tarde volvieron de golpe a su mente y no pudo por menos que desear un nuevo encuentro.

Les enseñó las mejoras que había hecho sobre todo en las caballerizas. Allí en Castrocit, en su casa,  se alojaban cinco de su hombres y entre los caballos y los mulos de transporte había al menos quince bestias.  Había mejorado mucho las cocinas y había preparado una gran sala como comedor.

Tuvo especial interés en mostrarles la habitación que fue de su padre el conde Isarno y en como había renovado la puerta y ventanas, reparando los desperfectos que se habían producido en el enorme lecho y en un gran armario ropero. Los trabajos de carpintería se habían hecho siguiendo las pautas señaladas por Guillermo a los carpinteros de acuerdo con técnicas de carpintería usadas en Castilla.

Al poco de cenar, Toda, que estaba muy cansada, se fue a dormir con las dos doncellas que las acompañaban. Mayor se quedó con Guillermo y Orrato comentando las posibilidades de atacar Roda en breve. Según Orrato, no era conveniente retrasar en demasía la entrada en actividad guerrera de los hombres traídos de Castilla, pues ese era el objeto con el que habían decidido acompañar a Guillermo.

Mientras subían las escaleras a la luz del candil que portaba Guillermo, en apenas un susurro dijo:

-          ¿Sabes los recuerdos que me trae ese pañuelo? ¿Sabes como te imagino en este momento?

En la puerta de la habitación la abrazó y allí, apoyados en la pared, hicieron el amor violentamente.

Al pasar frente a la puerta de la habitación de Toda, oyó que preguntaba:

-          ¿Quién hay ahí?

-          ¡Soy yo, tía! Puedes dormir tranquila.. – contestó Guillermo.

 

A primeros de febrero, se formó el ejército que iba a intentar tomar Roda. Acamparon entre Beranuy y Racons y allí se iban agregando los caballeros que acudieron de Super Arás, así como los de la Valle Vellasia en las proximidades del Noguera Ribagorzana.

Casi cien hombres a caballo, que Guillermo consideraba más que suficientes para recuperar Roda, se dirigieron hacia el Sur a través del paso de Peña Blanca. Decididos a atacar desde el noroeste, tomaron el camino que llevaba al Valle de Nocellas y desde allí, antes de llegar a la Esdolomada dirigirse hacia el sudeste camino de Roda.  Según sus noticias, en Roda no debía de haber más de diez o doce personas dispuestas a tomar las armas contra los ribagorzanos atacantes, y era de esperar que hubiera incluso alguna colaboración por parte de los habitantes de Roda. Una situación similar esperaba encontrar en Güel y Fantova a tenor de las informaciones que había ido recabando.

A mediados de febrero, Guillermo daba por finalizadas las operaciones de acoso por el sur. Había sido tomada Roda con relativa facilidad, y lo mismo había ocurrido con Güel, Fantova y Erdao. En este último punto se había encontrado mayor resistencia, pero había sido doblegada en apenas dos días. Intentó un ataque sobre Perarrúa, sabiendo de la importancia del control de esa posición para dominar la Valle Magna, pero preveía que el asedio podría ser más problemático pues las fuerzas que lo defendían eran mayores y la fortificación estaba mejor construida. Además era factible que a través de la Valle Magna llegaran refuerzos desde Graus y Muñanes, pues sin duda habrían recibido noticias del ataque que sobre las posiciones más avanzadas estaba realizando.

Sería más conveniente fortificar de forma adecuada los lugares conquistados –sobre todo Güel y Fantova- y mantener unas guarniciones que permitieran hacer frente a posibles contraataques. Quizá eso sería suficiente para eliminar de una vez por todas las veleidades recaudatorias de los vecinos del sur.

Aunque quedaran por tanto bajo el dominio musulmán las fértiles tierras roturadas años atrás de las riberas del Esera por encima de Graus, Guillermo Isarno estaba dispuesto a dejar establecida de forma permanente la frontera con los musulmanes en los castillos de Graus, Laguarres, Lascuarre y Castigaleu. No tenía por el momento intención alguna de atacar ni intentar obtener beneficio alguno de esas zonas. Le bastaba con contar con una fuerza capaz de defender el condado en su zona sudoccidental y apoyar en su caso a los condes de Pallars en la defensa de la zona suroriental en la ribera del Noguera Ribagorzana.

 

Al regreso hacia sus hogares, los partícipes ribagorzanos que estuvieron interesados, llevaron consigo a algunos de  los castellanos como apoyo a su expresión de poder. Así ocurrió con varios de los miembros procedentes de Super Arás. La mayoría quedaron como garantes de la posición condal en las fortalezas recién conquistadas, y los más directos colaboradores de Guillermo fueron acomodados como hombres de confianza o administradores  de los bienes condales. Esta situación generó no pocas ocasiones de descontento con los ribagorzanos. Sin embargo era algo que tanto Toda como los poderes religiosos y sociales de Ribagorza habían aceptado.

Guillermo fue a visitar a su tía Toda y a Mayor para darles cuenta de los resultados de la expedición al sur de Ribagorza.

Una de las primeras cosas que les dijo era que lamentaba no haber visto el proceso de evolución de la floración del almendro que con todo detalle le explicara Tedigero de pequeño. Lamentaba no haber podido explicárselo a Mayor,  a la vista de la ladera de Calvera, en que bañada por el sol de la mañana, los almendros estaban acabando la floración, dando a la montaña un moteado de manchas blancas que Mayor, que desconocía completamente ese árbol, nunca hubiera sospechado encontrar en aquellas fechas.

Al ver la ignorancia de su sobrina y extrañada de que no hubiera captado esa circunstancia o que al menos no hubiera preguntado por ello, Toda pasó a explicarle lo referente no solo a los almendros, sino también al olivo, que tampoco Mayor había visto nunca. Le comentó sobre todo la riqueza que este último suponía junto con la vid, dentro de las producciones agrícolas de Ribagorza y el hecho de que prácticamente en todo el condado excepto en las zonas más altas de Super Arás, esos dos árboles dominaban todas las laderas mejor orientadas.

Deseosa, dijo, de ver esa ladera de Calvera que Guillermo había comentado y alegando también la conveniencia de conocer unas tierras en Morens que según Toda pasarían a ser de su propiedad, Mayor insinuó que quizá, si Guillermo no tenía inconveniente, podría acompañarle hasta Castrocit y pasar allí uno o dos días.

Toda puso alguna pequeña objeción, pero finalmente dio su conformidad.

A la mañana siguiente salieron temprano. Estuvieron viendo la parcela en Morens y Mayor pudo ver que era mucho menor y de menos valor que lo que ella había supuesto. Desde allí, el camino hacia Castrocit discurría todo el rato por la ladera sur del Barranco y permitía contemplar durante todo el trayecto la ladera con almendros a la que Guillermo hiciera referencia. De vez en cuando, en medio de una vegetación completamente reseca a consecuencia de las heladas invernales, aparecían tenues manchas blancas formadas por las flores de los almendros. Y ese espectáculo que a una castellana le parecía insólito, la hubiera sin duda deslumbrado si hubiera podido contemplarlo unos días antes en todo su esplendor.

Durante toda la tarde estuvieron en Castrocit arreglando cosas en la casa. Mayor, entre risas le indicaba continuamente a Guillermo el desorden que imperaba en aquella vivienda.

-          Aquí hace falta una mano femenina- dijo con sorna Mayor.

-          Debería ser la tuya…- contestó Guillermo con ironía.

Y mientras decía eso, la abrazó cariñosamente.

Una sirvienta entró en ese momento en la estancia y ellos, sorprendidos, se separaron.  Se estaban mirando fijamente a los ojos con deseo, mientras la mujer preguntaba por algunas cuestiones referentes a la cena.

 

Cuando dos días más tarde Mayor regresó a Beranuy, Toda, muy seria le dijo que tenían que hablar.

-          Te recuerdo que estás prometida a un hombre con quién vas a tener que casarte. ¿Te parece correcta la relación que estás teniendo con tu primo Guillermo?

-          Toda, creo que ....

-          ¡Cállate! ¡Sé con certeza de vuestras andanzas! –  la cortó secamente Toda. No creo que seáis conscientes que todo un plan para mantener la estabilidad del condado se iría al traste si vuestra actitud trascendiera. Por lo tanto roguemos en principio que lo sucedido no llegue nunca a oídos de mi hijastro  Ramón, tu futuro marido.  Y por lo que intuyo, esto venía de atrás, ¿no?

Mayor, visiblemente compungida y avergonzada, entre sollozos, asintió. Y allí, ante la insistencia de su tía, le contó todo lo referente a su relación con Guillermo Isarno, desde sus primeros escarceos en Castilla hasta la apasionada noche de amor que acababan de pasar.

Toda, para evitar  males mayores, le exigió formalmente que esas relaciones finalizaran inmediatamente. Debían ambos respetar el compromiso que se había suscrito y cualquier actitud que lo pusiera en peligro, supondría la rescisión del mismo. Era mucho lo que todos se estaban jugando para que un simple arrebato de pasión pudiera ponerlo en peligro.

Aunque Toda estaba dispuesta a decirle lo mismo a Guillermo, sabía que tendría que apoyarse en la influencia que sobre él ejercía Tedigero.  Lo llamó, lo puso al corriente de cuanto conocía, y haciéndole ver la importancia que tenía el fin de esa relación pidió al clérigo que se encargara de obtener él un compromiso por parte de Guillermo Isarno de que esa relación había acabado.

Cuando a primeros de mayo Tedigero se presentó en Castrocit con intención de pasar el día, no pensaba Guillermo los derroteros que iba a tener la visita.

-          ¡Ya tenía ganas de recibirte en mi casa!- dijo Guillermo.

-          Y yo tenía ganas de visitarte, aunque dudo –añadió- que sean de mutuo agrado las razones que me traen.

Tedigero explicó a Guillermo cuanto Toda le había contado, y no contento con argumentar ante él las razones de conveniencia que impedían esa relación, insistió en los aspectos morales de aquella relación.

-          Pero Guillermo ¿no sabes como ve Dios una relación como la vuestra? ¿No ves el cúmulo de despropósitos que representa ante sus ojos? Piensa que es una relación que no ha sido bendecida por la Iglesia y que por tanto es pecaminosa. Piensa que sois primos y que esa relación es poco menos que incestuosa a los ojos de la Iglesia. Piensa finalmente que es una relación con una persona prometida en matrimonio, con lo que podría asemejarse a un adulterio.

-          Tedigero, Mayor y yo estamos enamorados y..

-          ¿Enamorados? – Tedigero no estaba dispuesto a aceptar ni siquiera un atisbo de defensa.- ¿A eso le llamas amor? ¿A una relación como aquella de la que tu fuiste fruto? ¿Habrás sido capaz – dijo ya fuera de sí- de engendrar un hijo allí en la misma cama de pecado en la que tu fuiste engendrado? Por lo que te he querido en esta vida, y porque espero que mis enseñanzas te hayan servido para algo, apelo a tu hombría de bien para que de forma inmediata acabes con esa relación. ¡En nombre de nuestra amistad, te lo exijo!

Guillermo Isarno estaba completamente serio y no totalmente convencido de que ninguna de aquellas razones que Tedigero acababa de exponerle fueran suficientes para acabar de esa forma tan drástica su relación con Mayor. Cuando se lo expuso a Tedigero, este dejando a un lado las cuestiones morales o religiosas, puso sobre el tapete la más fuerte de las presiones que estaba en condiciones de exponer:

-          Tu tía Toda tiene la firme voluntad de que, en caso de que esta relación no finalice de inmediato, romperá los acuerdos de abdicación – dijo Tedigero.

Y tras un breve silencio, añadió, con una voz cortante

-          Ni Mayor llegará nunca a ser esposa de su hijastro Ramón, y ni tú ni ella podréis en ningún momento ser condes de Ribagorza. Deberéis volver a Castilla y dudo mucho que seáis allí bien recibidos cuando se sepan los motivos de vuestro regreso. Aunque yo te la he avanzado, quiere ella comunicarte personalmente su posición.

Guillermo quedó un rato pensativo dándole la espalda a Tedigero. Finalmente, y sin mirarle, dijo:

-          ¡Está bien!  ¡No hace falta que Toda me comunique nada!. Desde este momento podéis dar por finalizada esa, según vosotros, pecaminosa e improcedente relación. Seremos únicamente dos familiares unidos por un afecto especial, pero que en ningún momento más tendrá connotaciones amorosas. ¡Tienes mi palabra!  ¡Y puedes comunicárselo a Toda!

Cuando Tedigero, en presencia de Mayor, indicó a Toda los términos de la respuesta de Guillermo Isarno, ésta respiró tranquila. Sabía que la palabra empeñada por su sobrino sería respetada, máxime teniendo en cuenta que Mayor había reconocido que su manera de obrar no había sido correcta.

 

El monasterio de Alaón estaba especialmente embellecido. Iba a celebrarse allí la boda más importante celebrada en Ribagorza y Pallars en muchos años.  El abad Abbo había tenido especial cuidado en que la preparación de la ceremonia fuera de lo más fastuoso.  Desde hacía unos días estaban en Llastarri el conde Suñer y sus hijos Ramón y Guillem.  Tanto Toda como Mayor estaban en Sopeira y casi todas las tardes se encontraban los cinco en las inmediaciones del monasterio.

Dos días antes de la boda llegó Guillermo procedente del Valle Vellasia trayendo con él al abad Galindo de Obarra y dos presbíteros del monasterio. Venían con él sus cinco fieles acompañantes. La víspera de la boda se formalizaron los pactos que la misma comportaba que aunque ya habían sido estudiados y acordados, necesitaban de un otorgamiento formal.

Por una parte el conde Suñer, abdicaba el condado de Pallars en sus dos hijos que tomarían los nombres de Ramón III y Guillem II. Su influencia se ejercería hasta prácticamente la divisoria de aguas entre el Isábena y el Noguera Ribagorzana. La acción de Guillem se centraría en el norte del valle, en los alrededores del monasterio de Lavaix, mientras que Ramón ejercería su dominio en los alrededores del monasterio de Alaón. Ello suponía entregar una parte importante de Ribagorza al control de los condes de Pallars.

Esta entrega quedaba en parte disimulada por el hecho de que al abdicar Toda en Guillermo Isarno y Mayor como condes de Ribagorza, y al contraer matrimonio ésta con Ramón, la condesa Mayor seguía ejerciendo su dominio sobre la zona.

Otro de los acuerdos importantes era la defensa común que se planteaba ante acciones por parte de los musulmanes. No se admitirían más vasallajes.

En el aspecto religioso, se daba solución a las presiones que tanto Toda en Ribagorza, como Suñer en Pallars, recibían por unas u otras partes. Se mantenía la sede episcopal de Roda, pero con su obispo Aimerico desterrado en Llesp. Se permitía con ello que la influencia de la sede episcopal de Seo de Urgel, se extendiera a la zona oriental de Ribagorza y de esta forma los abades de los monasterios ribagorzanos veían también incrementarse su poder al no tener una sede episcopal de la que depender claramente.

Aquel primer día de abril, Mayor estaba preciosa. A pesar de sus treintaiseis años, a su entrada a la iglesia todos los presentes quedaban prendados de su belleza. La larga melena rubia ceñida con un cordón de raso con adornos de hilo de oro y cubierta por una gasa de seda, resbalaba sobre sus hombros. Del brazo de su futuro suegro el conde Suñer, se acercó al sitial en el que estaban esperando su tía Toda y su futuro esposo Ramón.

El conde Suñer estaba bastante decrépito y tenía dificultades hasta para seguir la ceremonia con soltura. En varios momentos hubo de sentarse ayudado por Mayor.

Mientras oía como en la lejanía los cánticos de los monjes de Alaón, recordaba su infancia en Castilla, tan alejada de estas tierras. Nadie de sus familiares castellanos había acudido a la ceremonia y eso la entristecía en parte. Por vez primera desde que estaba en Ribagorza sintió añoranza de su tierra. ¡Cuánto le hubiera gustado celebrar aquella misma ceremonia en Burgos diez años antes, teniendo a su lado a Guillermo Isarno! Pero bien sabía entonces que si eso entonces era imposible, mucho más lo sería a partir de ahora.

 

Mayor no esperaba un comportamiento como el que Ramón estaba teniendo. El único hombre con quien había yacido, Guillermo, actuaba impulsado por el amor que decía profesarle y era comprensible su apasionamiento y hasta el exceso de confianza que normalmente existe entre los enamorados. Sin embargo, Ramón no estaba enamorado y era para ella casi un desconocido. Por eso le extrañaba que sin ningún tipo de reparo ni de rubor, se desnudaba parsimoniosamente delante de ella sin dirigirle ni siquiera la mirada.

-          ¿No vas a desnudarte?, preguntó, mientras se dirigía hacia el lecho.

Sin saber que contestar, Mayor empezó tímidamente a quitarse el vestido mientras se sabía contemplada por su marido desde el lecho. Cuando unos instantes más tarde, vestida con un largo camisón de hilo, se introdujo entre las sábanas, Ramón, a la vista de la turbación que ella manifestaba, dijo:

-          Aunque apenas nos conocemos, quiero que sepas que intentaré tratarte siempre con todo respeto y consideración y espero obtener lo mismo por tu parte.

Y dicho esto, cogió su cara entre sus manos y la besó.

-          ¡No esperaba esto! - dijo Ramón momentos más tarde.

Y no teniendo respuesta alguna por parte de Mayor que lo miraba sin comprender, añadió:

-          Siempre deseé que mi esposa no hubiera estado con hombre alguno y mira por donde yo el futuro conde de Pallars, voy a tener una esposa que ya ha conocido varón. Y no lo digo – siguió diciendo con una voz dominada por la ira- por tus habilidades como amante que dejan bastante que desear, sino porque no he visto el menor asomo de esa prueba de virginidad que toda mujer debiera aportar a su matrimonio.

Mayor, sensiblemente disgustada no solo por el comentario, sino por el trato que estaba recibiendo como mujer y como esposa, contestó airada:

-          No sé que importancia puede tener para ti el que yo haya estado antes o no con otros hombres. Yo no te he preguntado si tu has estado con otras mujeres. Si lo que manifiestas supone que por esa duda que tu tienes, vas a poner en tela de juicio mi honorabilidad, te diré que puedes estar tranquilo. Nunca he estado con otro hombre y desconozco porque razón mi cuerpo no te ha aportado la prueba que al parecer tan ansiosamente esperabas.

Y dicho esto, dio media vuelta en el lecho y dándole la espalda a su marido, se arrebujó entre las sábanas e intentó dormirse.

Ramón unos instantes más tarde intentó acariciarla, pero no obtuvo por respuesta absolutamente ningún gesto. Desistió en su intento y se durmió con la duda de saber si su esposa le había dicho la verdad y no había habido ningún otro hombre en su vida.

Antes de amanecer, Ramón, aún casi dormido, abrazó a su esposa. Mientras sus manos acariciaban su pelo, sintió como Mayor, al menos, no manifestaba signo alguno de rechazo.

Cuando el primer rayo de sol entró en la habitación, estaban los dos plácidamente dormidos y fundidos en un abrazo bajo las sábanas.


Sancho García de Castilla estaba contento. Hacía unos meses había casado a su hermana Mayor con el futuro conde de Pallars, y estaba preparando una operación de mayor envergadura política. Ese mismo año, una vez pasado el verano, casaría a su hija Nuña Mayor Elvira con el rey de Navarra Sancho III.

-¿Cómo era posible –se preguntaba en ocasiones- que, siendo que él siempre llamaba a su hija Elvira, y que su madre durante mucho tiempo la llamó Nuña, casi todo el mundo y especialmente quienes les rodeaban, llamaran a su hija casi siempre Mayor?

Sí que era cierto que durante los últimos tiempos, especialmente desde que Mayor se fuera a Ribagorza, su esposa Urraca, quizá como recuerdo a su amiga, había empezado a llamar a su hija Mayor en vez de Nuña.

Y ahora, Sancho García por mimetismo, se daba cuenta de que de vez en cuando también el llamaba Mayor a su hija primogénita.

Después de tener a Mayor, Urraca había tenido problemas de salud. Poco tiempo después nació Fernán Sánchez y murió muy joven. Hacía cuatro años que había tenido un tercer hijo, una hermosa niña llamada Sancha, que era el juguete de la familia especialmente para su hija Mayor.

 

El concertar el matrimonio de su hija con Sancho III de Navarra le garantizaba una continuidad dinástica, puesto que aunque su esposa Urraca era todavía joven, no creía por aquel entonces que pudiera darle muchos más hijos.

Sancho III el Mayor

 

 

Sancho III, a sus veinte años, era ya rey de Navarra desde seis años antes. Fuerte, vigoroso y con una notable agilidad mental, únicamente tenía un inconveniente a los ojos de Sancho García, pero que no iba a suponer un obstáculo insalvable para conseguir sus objetivos. Al parecer había mantenido una relación con una dama de Aibar, una tal Sancha, y de esa relación había nacido recientemente un hijo, Ramiro. Al parecer Sancho III  había aceptado en principio esa paternidad  aunque dejando claramente expuesto que en ningún momento Ramiro tendría privilegio alguno como hijo primogénito del rey. Los hijos habidos de su matrimonio con Mayor, si los hubiere, serían sus legítimos herederos.

La víspera de la boda, una vez acabada la cena, Sancho García quiso dirigir unas palabras a los asistentes.

- Mañana – dijo- se culminará con vuestra boda una política de alianzas entre la gran mayoría de los núcleos de poder cristianos. Una política de alianzas en torno a la familia condal castellana. Además del matrimonio de mi hermana Elvira con Bermudo el rey de León, y del de mi hermana Mayor condesa de Ribagorza, con el conde de Pallars, mañana, el matrimonio de  mi hija Mayor con Sancho supondrá la unión con Navarra.  Eso implica que de una manera directa, bajo la influencia de nuestra familia, se moverán los intereses de casi todos los pueblos cristianos. ¡Que sea para bien!

Durante la ceremonia de la boda, viendo  a su hija cogida del brazo de su esposo Sancho, Urraca tuvo un recuerdo para su cuñada Mayor. Hacía tiempo que no sabía nada de ella. ¿Estaría a gusto en Ribagorza? ¿ Como le iría en su matrimonio?

Seguramente habría dado algo bueno por poder acompañarlas ese día. Si viera lo guapa que estaba Mayor, su sobrina preferida, a la que casi sin quererlo había dado su nombre....


En apenas unos años, Guillermo Isarno creó una importante estructura de poder en Ribagorza. Merced a la presencia de sus fieles castellanos, a los que fue distribuyendo por todo el condado entregándoles diversos bienes y prebendas, se encontraba en una posición totalmente consolidada. Ecco y Gassián en Benasque, Bradilla en Soperún, Orrato Aznarez en Calvera y varios más en Fantova y el Valle Axen, le garantizaban un control sobre todo cuanto ocurría en el condado.

Desde que  su tía Toda, viuda de Suñer hacía unos años, cedió el poder condal a él y a Mayor, ésta se encontraba junto con su marido Ramón, casi recluida en Pallars y el único contacto que mantenía con Ribagorza era a través de sus intereses en el Valle Sositano y en los alrededores del monasterio de Alaón. Todo el resto de Ribagorza había quedado bajo el dominio e influencia de Guillermo.

Mayor muchas veces pensaba en él. Intentaba enterarse de sus andanzas amorosas y había podido deducir que no había mujer alguna en su vida. En su interior siempre albergaba la esperanza de que algún día podría romper aquella promesa que formalmente le hizo a su tía Toda y volver a sentir los fuertes brazos de Guillermo a su alrededor.

Aunque se sentía aún fuertemente atraída por él, no compartía algunas de sus últimas actuaciones en el condado. Parecía dar a entender que él era el único que ostentaba el dominio de Ribagorza y eso molestaba a Mayor. Ella era, tanto como Guillermo, depositaria de los derechos condales y esperaba al menos por parte de él mayor delicadeza de la que últimamente estaba mostrando. Especialmente molesto con esta situación estaba su marido Ramón, deseoso por otra parte de afianzar su dominio  ya no por razón de consorte, sino personal como conde de Pallars, sobre toda la parte sur oriental de Ribagorza.

Mientras que Ramón y Mayor tenían una tendencia a favorecer mediante donaciones al monasterio de Alaón, Guillermo hacía lo propio con Obarra. Su presencia próxima a Castrocit y la excelente relación que tenía con el abad Galindo, unido al apoyo que el monasterio prestaba a casi todas sus iniciativas, eran sin duda la razón de que Guillermo, por otra parte poco proclive a realizar dispendios con sus bienes personales, realizase frecuentes donaciones al monasterio. Hacía ya unos años había donado al monasterio un terreno en San Esteban del Mall, por el que un monje de Obarra había mostrado especial interés. Y más recientemente, hacía apenas dos años, había donado la aldea de Arcas y la estiva de Golbes, un excelente pastizal de puerto en Castanesa. Ninguno de estos bienes sería explotado directamente por el Monasterio de Obarra, pero todas las rentas que pudieran percibir irían a engrosar sus ya extenso patrimonio.

Una de las pocas cuestiones que ensombrecía su dominio sobre el condado era la dificultad de conseguir una autonomía eclesiástica. El viejo obispo Aimerico, desterrado en Llesp, seguía ostentando formalmente la dignidad episcopal de Roda. Sin embargo, la zona suroriental de Ribagorza, que se encontraba bajo la influencia de Pallars, estaba bajo la tutela del obispo de Urgell.

Se estaba empezando a hacer imprescindible buscar una solución a esa situación de forma que se garantizara una continuidad de la sede de Roda y un progresivo distanciamiento del obispado de Urgell. Para ello sería imprescindible dar con un candidato a quien poder proponer como obispo tan pronto como Aimerico falleciera.

Buscar acuerdos para esa elección era entonces el objetivo de Guillermo Isarno.

El abad Galindo de Obarra tenía un candidato claro para ocupar ese puesto: Borrell, el arcediano de Roda de Isábena. Aunque suponía que la familia condal de Pallars no solo aprobaría, sino que aplaudiría esa decisión, quería contar con la aprobación total de los condes de Ribagorza.

Sabía la opinión de Guillermo Isarno, y quería exponer el tema a Mayor, la condesa de Ribagorza y condesa consorte de Pallars. Para ello la invitó a pasar unos días en Obarra, justamente antes de Navidades. Hasta entonces iría requiriendo la opinión de notables del condado a sabiendas de que era un tema delicado, puesto que Aimerico seguía ostentando en Llesp la dignidad episcopal.

A primeros de diciembre llegó Mayor a Obarra. Sorprendentemente para el abad Galindo, no venía acompañada de su marido Ramón y ante las preguntas del abad, alegó que sufría una indisposición. Para sus adentros y por la forma de explicarse, Galindo dedujo que más bien lo ocurrido era que Ramón no había mostrado ningún interés en asistir a aquella reunión y hasta quizá había deseado que Mayor asistiera en solitario.

Al día siguiente, a media mañana, llegó Guillermo con dos de sus caballeros. Saludó efusivamente al abad y este le indicó que la tarde anterior había llegado Mayor. Se preguntaba siempre Guillermo si por algún motivo Galindo sabría de su pasada relación con Mayor. Suponía que no, si es que todos los que estaban en el secreto habían guardado silencio. Sin embargo, le parecía apreciar un extraño tono cada vez que Galindo le nombraba a la condesa.

Fuera como fuese, para él, aquella relación hacía cinco años que había acabado. Desde la boda de Mayor, siempre que se habían visto había sido en celebraciones familiares o actos de carácter condal. No habían llegado a mantener desde entonces una conversación que pudiera tildarse de privada y estaba convencido que en algún momento deberían al menos explicarse uno a otro el porque de aquella separación tan brusca.

Cuando se vieron, inconscientemente quizá, se dieron cuenta de que estaban prácticamente solos puesto que su mirada fue muy distinta a la de otras ocasiones anteriores, en presencia de Ramón. Guillermo le dio un casto beso en la frente y tras unos breves pasos, se sentaron aprovechando un resguardo al sol.

Le preguntó por su matrimonio. Y ella, Mayor, dijo sentirse feliz. Nunca había esperado grandes cosas de esa unión y no podía por tanto tampoco llevarse grandes desengaños. Iba desgranando sus sentimientos hasta que Guillermo pudo darse cuenta de lo profundamente indiferente que le resultaba su convivencia con Ramón.

El le explicó que desde que se acabó su relación no había tenido ningún otro contacto con mujer alguna. Que no encontraba aliciente alguno a esas relaciones y que sabía que ella había sido y sería la mujer de su vida.

Pese a ser totalmente consciente de ello, respetaría la promesa que en su día hizo y,  por el bien de Ribagorza, nunca intentaría reanudar esa relación.

- ¿Ni aunque yo te lo pidiera?- dijo Mayor sonriendo maliciosamente.

Cuando la dama de compañía de Mayor fue a indicarles que la comida estaba lista, los encontró mirándose tiernamente a los ojos mientras sus manos estaban delicadamente entrelazadas.

-          ¿Qué habría dicho Ramón si hubiera contemplado esa escena? – se preguntó.

 

 

Cuando en Navidades Ramón se reunió con su esposa en Llastarri para celebrar la llegada del Señor en el Monasterio de Alaón, Mayor le explicó con todo detalle los acuerdos a los que pretendían llegar los ribagorzanos. Esos acuerdos, que básicamente consistían en preparar la sucesión de Aimerico en la persona del arcediano Borrell, no satisfacían de todo punto a Ramón, pues, aunque eran primos carnales, en tiempos pasados habían tenido grandes diferencias acerca del papel que la Iglesia debía desempeñar ante el poder político y sospechaba que su nombramiento podría acarrearle problemas en un futuro.

Mostró una gran satisfacción por encontrarse de nuevo con Mayor después de un largo periodo de alejamiento. Le preguntó por su estado anímico, por Obarra, por el abad Galindo y hasta por su primo Guillermo. Mayor le dio todo tipo de explicaciones y a medida que iba hablando se notaba a si misma exultante.

Esa noche, Ramón recibió el aviso de que una de las damas de Mayor quería hablar con él.

-         Mi señor –dijo la dama- no se si hago bien al venir a hablar con vos. Sin embargo, sabed que lo hago con la mejor intención de serviros.. Desde niña estoy al servicio de vuestra familia y no puedo por menos que sentir hacia vos un gran afecto. No os ofendáis por cuanto voy a deciros, pero creo que debéis conocerlo

-         ¿Qué es eso tan importante? ¿Por qué tanto sigilo?

-         Mi señor, debo deciros que el comportamiento de vuestra esposa en Obarra no ha sido del todo correcto. Me puso alerta el ver que platicaba quedamente con su primo Guillermo Isarno con las manos entrelazadas. Ese gesto me hizo estar ojo avizor y estoy en condiciones de afirmar que en esos días de estancia se han visto a solas con frecuencia y sin que hubiera un motivo aparente.

-         ¿Estás segura de lo que insinúas? ¿Sabes que estás poniendo en tela de juicio la honradez de la condesa sin más prueba que tus suposiciones? Si no tienes mayores certezas que lo que me has expuesto, doy por no oído cuanto me has dicho. ¡Que nadie más pueda decir haberte oído comentario alguno sobre este asunto! ¿Esta claro?

 

Visiblemente irritado, Ramón quedó pensativo. Estaba completamente seguro de que lo manifestado por la doncella era verídico y que cuando había decidido decírselo a él era porque tenía sospechas bastante fundadas. Decidió no hacer al respecto comentario alguno con su esposa, aún sabiendo que aquella situación de incertidumbre le corroería el alma. Sin embargo una sospecha más grande se presentó ante sus ojos. Si su esposa no había visto prácticamente a Guillermo desde el día de la boda y según la dama de compañía de Mayor aparentaban tener una confianza y una relación tan grande, era sin duda porque esa relación venía de antes de su matrimonio.

Este razonamiento si que empezó a hacerle daño, pues aquellos fantasmas de los primeros días después de la boda, en que sospechaba casi con certeza la existencia de relaciones previas de su esposa, se vieron resucitar y ahora más que en fantasmas se estaban convirtiendo en auténticas realidades. Empezaba a estar convencido de que durante mucho tiempo había sido totalmente engañado por su esposa. Y esto le resultaba especialmente molesto no tanto por las connotaciones personales que pudiera tener, sino por la sospecha de que pudiera ser conocido por mucha gente y estuvieran, sin él saberlo, riéndose a sus espaldas.

Ciego de ira a medida que pasaban los días, su animadversión por Guillermo iba en aumento, máxime cuando Mayor, ante las insinuaciones más o menos directas que su marido le hizo, no dejó traslucir sentimiento alguno hacia su supuesto amante.

A finales de marzo, Guillermo cometió un desliz que hizo rebosar el vaso de la paciencia de Ramón.

Un presbítero llamado Radiperto había muerto sin sucesión y sin testar, por lo que sus bienes pasaban a formar del patrimonio condal. Uno de los bienes de esa presbítero era la Torre de Buira, en el Valle del Noguera Ribagorzana, situada en lo que de hecho eran dominios de Mayor y su marido Ramón III de Pallars. En una visita que hizo al Monasterio de Lavaix, Guillermo les hizo donación de esa Torre Buira. Era cuando menos muy discutible el que pudiera hacer esa donación, puesto que no estaba claro en absoluto que tuviera Guillermo el dominio sobre la misma ni por tanto la posibilidad de disponer de ella.

Esa intromisión en los asuntos que Ramón III consideraba de Pallars supuso el que, con la aquiescencia de su hermano Guillem, planeara el acabar con esa situación de menosprecio por parte de Guillermo Isarno. Eso debía hacerse en cualquier caso de forma que ni los ribagorzanos, ni sobre todo su esposa Mayor, pudieran pensar que los condes de Pallars habían tenido algo que ver con ello.

Las buenas relaciones de Ramón con dos personajes del Valle de Arán, le dieron la solución al problema que se le había planteado. Tan pronto como supo del interés de Guillermo Isarno por hacer valer sus derechos ante los araneses y del viaje que en consecuencia iba a realizar al Valle de Arán para dejar clara su posición, vio claramente dibujada su estrategia.

Cuando a mediados de junio el puerto de la Picada quedó libre de nieve y permitió el paso, Guillermo se dirigió al Valle de Arán al frente de un pequeño grupo de leales. Nunca había estado en el Valle y quizá por ello su belleza primaveral le entusiasmó. A medida que descendían de las altas montañas el verdor se hacía tan intenso que llegaba por momentos a ser agobiante.

A mitad del descenso pudo Guillermo contemplar uno de los fenómenos más curiosos de los que había oído hablar. Las aguas procedentes del deshielo de los más grandes montes de Ribagorza se dirigían al río Esera y después de discurrir un trecho por el cauce de este río, se filtraban en el Forau de Aigualluts y emergían en Els Güells de Joeu, ya en el Valle de Arán, formando un auténtico río. 

Este fenómeno, este “caer al abismo” había dado hacía tiempos su nombre al río Esera, sustituyendo al antiguo Calonicha, con que era conocido en época romana.

Dos días después de su llegada al Valle de Arán, se vivió una situación de amotinamiento ante el conde cuando aparentemente se había llegado a un acuerdo el día anterior. Ese amotinamiento, que encontró escasamente preparados a los hombres de Guillermo, supuso una progresiva escalada de violencia que llevó a una pelea en la que Guillermo Isarno resultó mortalmente herido.

Ninguno de sus hombres, ni él mismo, sabían como podía haberse llegado a una situación como aquella, pero lo cierto es que la vida se estaba escapando entre sus manos, mientras miraba con incredulidad a quienes le rodeaban.

Cuando unos días más tarde el hecho trascendió en Ribagorza, la indignación se generalizó. Todo el mundo era consciente de que una época de relativa estabilidad y progreso en el condado había quedado truncada.

En ese momento, en que la anciana condesa Toda con sus facultades mermadas, no contaba en absoluto a efectos de ejercer el poder condal, éste quedaba exclusivamente en manos de la condesa Mayor.

Y de nuevo, al no tener ella sucesión alguna, la continuidad de la casa condal de Ribagorza quedaba seriamente comprometida.

Hasta finales de ese año, Mayor había considerado que la muerte de Guillermo Isarno se había debido a una auténtica mala suerte en la gestión de una situación en principio sencilla. Sin embargo, una serie de gestos realizados por terceras personas, unidos a la actitud que su esposo Ramón tomó a partir del fatal desenlace, hicieron anidar en ella la sospecha de que su esposo y tal vez también su cuñado Guillem, estuvieran de alguna manera relacionados con aquella muerte.

Y esa sospecha iba tomando cuerpo a medida que pasaba el tiempo. Mayor, en su fuero interno, culparía siempre a su marido de la desaparición del que había sido el amor de su vida, el único hombre al que de verdad había querido.

No permitió, sin embargo, que ese sentimiento aflorara al exterior de forma nítida. Unicamente Ramón, por tener un contacto más próximo, pudo llegar a suponer en algún momento que Mayor sabía de su participación indirecta en la muerte de Guillermo.  Pero, pese a ello, también era factible que esa suposición estuviera equivocada.

Con una sensación de desconfianza dominando sus relaciones, Mayor y Ramón  se aprestaban a gobernar en solitario los intereses ribagorzanos, sin ser del todo conscientes de que en ese mismo momento otro poder mucho más fuerte que ellos estaba interesado en ejercer ese dominio...

 

 

 

 

 

CUARTA PARTE

   

 

(1017-1035)

 

 

 

 

 

I

 

 

El cielo estaba plomizo y amenazaba con empezar a nevar en cualquier momento. Desde finales de enero el tiempo se había mostrado inestable y ahora parecía por fin que se iba a estabilizar, pero para mal, con el cielo encapotado y un ambiente helador.

Parecía que las nubes tan bajas y el intenso frío amortiguaban el continuo sonar de las campanas de Burgos. Desde todos los campanarios de la ciudad se lanzaban tañidos en señal de duelo porque el conde Sancho García había fallecido el día anterior.

Sancho III el Mayor había llegado desde Nájera dos días antes, en compañía de su esposa Munia Mayor, sabiendo que la muerte de su suegro no podía tardar. Al poco de llegar, había asistido a una reunión familiar en la antesala de la habitación donde el conde había pasado sus últimos días.

Le había parecido que Urraca Salvadorez, su suegra, no parecía muy afectada por el hecho de que muy pronto iba a quedarse viuda. Estaba absorta en una animada conversación con sus hijas acerca de los hechos que habían marcado la vida de su esposo.

Allí en la sala se encontraban además de Munia Mayor, su hermana Trigidia, abadesa de San Salvador de Oña y sus tías Urraca, la abadesa de Covarrubias, y Oneca, que tan pronto como dio por acabada su relación con Almanzor, se había recluido en el monasterio de Oña, con su sobrina Trigidia.

En aquella reunión totalmente dominada por las mujeres,  Sancho el Mayor era el único varón presente y no participaba en ningún momento en la conversación.

Se limitaba a oír como Urraca Salvadorez ensalzaba la labor de su marido al frente del condado. Había estado explicando en principio el porque las gentes le llamaban Sancho García “El de los buenos Fueros”. Comentaba la política seguida para repoblar las tierras recién conquistadas, otorgando fueros a las poblaciones, al modo que se hacía con gran éxito en Navarra, siguiendo el ejemplo del Fuero de Jaca.

Oneca y Urraca estaban de acuerdo en que el mayor éxito de su hermano Sancho García había sido el saberse rodear de unos importantes núcleos de poder que le estaban muy agradecidos. Por una parte, en todas sus acciones de conquista, era especialmente generoso con las donaciones y prebendas que otorgaba a la soldadesca. Por otro lado, promovió un fortísimo aumento de la nobleza. Mientras que en tiempos de su abuelo Fernán González, tan solo cincuenta años atrás, apenas había doscientos nobles en Castilla en ese momento superaban ampliamente el millar.

Sin embargo, para Munia Mayor, y eso lo sabía bien él, Sancho, el hecho definitorio de las hazañas de su padre había sido la expedición de castigo que hizo contra los musulmanes y que le llevó a las mismas puertas de Córdoba. Aquello había acontecido un año antes de casarse y por ello Sancho lo recordaba especialmente. Ese fue uno de los hechos que le demostró el poder de su futuro suegro y sin duda uno de los argumentos que en su fuero interno decidieron el que aceptara el matrimonio con Munia Mayor en detrimento de Sancha  de Aibar, la madre de su primer hijo Alfonso.

Le sorprendía ver que para sus familiares castellanas, en esos momentos no revistiera mucha importancia el analizar la situación en que quedaba la institución condal. A él era lo único que en verdad le importaba y estaba ya convencido de que allí, con su familia, ese era un tema que no era fácil que pudiera analizarse detenidamente y por otra parte estaba convencido también de que no eran aquellas mujeres las que en verdad iban a decidir la sucesión en el condado de Castilla.

Por todo ello dejó aquella conversación familiar y en compañía de uno de sus Jefes de Palacio se dirigió en busca de los Condes de Oca y de Briviesca que sí que posiblemente tuvieran poder de decisión o de influencia. En su compañía se dirigieron a visitar al obispo de Burgos y de esa reunión surgió el acuerdo unánime de que la dignidad condal recayera, como no podía ser de otra forma, en el infante García Sánchez, un muchacho de apenas siete años. Pero la importancia del acuerdo estaba más bien centrada en que la regencia la ostentara formalmente Urraca, la madre del infante, en común acuerdo con Sancho III el Mayor, como familiar más próximo en condiciones de desplegar un poder militar que asegurara los intereses del condado.

De este acuerdo dedujo Sancho que el poder en Castilla quedaba en sus manos, puesto que tenía la certeza de que en ningún momento su suegra Urraca iba a oponerse a cualquier decisión que él tomara. Al menos hasta que su jovencísimo cuñado llegara a la mayoría de edad, él podría conducir la política castellana de forma que se solapara en intereses con la de Navarra.

Con ese acuerdo ya tomado, Sancho el Mayor únicamente tenía que esperar el fallecimiento de Sancho García, velar por que su funeral tuviera el ceremonial adecuado y siguiendo el deseo familiar, trasladar su cadáver al monasterio de San Salvador de Oña.

Tan pronto como se produjo el fallecimiento del conde y empezaron a llegar a Burgos los más destacados e influyentes prohombres de Castilla, Sancho el Mayor empezó a establecer contactos con ellos asegurándoles una continuidad de la política de Sancho García y una consulta de cuantas decisiones importantes hubiera que adoptar por parte de la institución condal.

Durante más de dos meses se quedó en Burgos poniendo en orden los intereses familiares que sin duda llevaban un tiempo descuidados a consecuencia de la enfermedad del difunto conde.

 

Apenas unos días después de su regreso a Nájera, ya bien entrada la primavera, se encontró con la llegada de un emisario de Ribagorza. A través de él su Jefe de Palacio García López, le comunicaba el fallecimiento de la anciana condesa Toda de Ribagorza  en Gistaín. Le explicaba el ambiente que se respiraba en el condado, a cuyo frente se encontraba únicamente Mayor, en una situación de debilidad y con una deficiente relación con su esposo Ramón.

Según García López, sería relativamente sencillo en ese momento hacerse con el poder en el condado de Ribagorza y dadas las implicaciones familiares que existían con Castilla quería conocer la opinión de Sancho. Tenía su total confianza y sabía que cualquier decisión que pudiera tomar sería aceptada, pero en ese momento tenía dudas acerca de cual debía ser su proceder.

Reunido con sus asesores, Sancho tomó una decisión y con el mismo emisario, envió sus instrucciones a García López.  Aún estaban verdes los trigos cuando recibió unas órdenes que iban a determinar el futuro de Ribagorza…

Sustancialmente la misiva expedida por Sancho contenía dos instrucciones básicas.

Por una parte, los ejércitos navarros no debían “entrar” en Ribagorza. El respeto a su tía política  obligaba a no intervenir en sus asuntos a no ser que ella expresamente lo demandara. No procedía tomar iniciativa alguna sin el acuerdo de Mayor,  máxima y única expresión del poder condal en Ribagorza, que pudiera por tanto ser considerada una agresión a los ribagorzanos.

Por otra parte convendría que, dada su situación de debilidad, todos quienes pudieran en algún momento aprovecharse de la misma, supieran que los ejércitos navarros tenían poder para restablecer el orden. Para ello nada mejor que realizar unas demostraciones de fuerza mediante la toma de plazas dominadas por los musulmanes en los límites de Ribagorza.

García López se alegró al ver que las líneas propuestas por su rey coincidían básicamente con lo que él en principio había previsto. 

Con el fin de doblegar la resistencia de las plazas de Boltaña y Ainsa, lo más indicado sería cercar sus contactos con el sur mediante la toma de Abizanda y Perarrúa en las orillas del Cinca y del Esera. Una vez hecho esto, era probable que la toma de las dos poblaciones más emblemáticas del dominio musulmán en Sobrarbe fuera cosa de poco tiempo.

A la entrada del invierno la bandera de Sancho ondeaba en lo alto del castillo de Perarrúa. El acceso al noroeste de Ribagorza quedaba controlado por tanto por los ejércitos de Sancho el Mayor y en una especie de embolsamiento quedaban las fortalezas de Ainsa y Boltaña.

 

 

Desde la muerte de Guillermo Isarno, Ramón III y Mayor contaban con el poder formal en Ribagorza. Sin embargo, quizá por alejamiento durante muchos años de los verdaderos problemas y del sentir de los ribagorzanos, no contaban con el apoyo de los prohombres ribagorzanos ni siquiera con el del poder eclesiástico, especialmente de los abades de Obarra y Lavaix.

En esta situación, un hecho aparentemente de poca importancia, dio origen a que Mayor pudiera constatar que no era querida en Ribagorza.

Al ser asesinado Guillermo Isarno, el abad Galindo de Obarra, había dejado en suspenso aquella iniciativa tendente a nombrar un obispo de Roda que sustituyera a Aimerico. Aquel movimiento, impulsado por el estado de salud del obispo desterrado en Llesp, se había visto paralizado sobre todo por el asesinato de Guillermo en el Valle de Arán pero también por una recuperación del estado de salud de Aimerico.

Sin embargo, desde hacía unos días había enfermado y al parecer esta vez el proceso era irreversible. Ello provocó que Galindo, junto con otros notables del condado, decidiera poner en marcha de nuevo la candidatura de Borrel para acceder a la dignidad episcopal. En realidad Borrell, como arcediano de la Catedral de Roda, había configurado un cabildo acorde con sus intereses, desplazando en lo posible a aquellos canónigos desafectos a su persona.

La situación existente después de la muerte de Guillermo Isarno era sensiblemente diferente de la que en tiempos habían planteado. El nuevo obispo debía tener el apoyo del poder político del condado y con ello se contaba mientras Guillermo Isarno vivía. Pero a su muerte el poder político estaba ostentado por la condesa Mayor y más exactamente por su marido Ramón III de Pallars y era del dominio público que las relaciones de éste con Borrell no eran ciertamente cordiales.

Bajo ningún concepto Ramón y Mayor quisieron participar en la elección de Borrell como obispo de Roda y como consecuencia de ello, tampoco lo hicieron los más fieles seguidores de ambos y especialmente algunos de los más importantes hombres de la Valle Sositana. Ni estaba dispuesto Barón, el abad del monasterio de San Martín en Benasque, ni lo estaba Bernardo de Cerler, ni Enardo de Benasque.

Esta postura llevó a que Daco, el abad de Lavaix, con ánimo de conseguir una representación condal en la elección del nuevo obispo, convenciera a Guillem, conde de Pallars al igual que su hermano Ramón III, para que encabezara la representación ribagorzana.

En la catedral de la Seo de Urgel, y junto a Guillem, se encontraban los abades de todos los monasterios ribagorzanos, a excepción del de San Martín de Benasque. Estaban Galindo de Obarra, Abbón de Alaón, Daco de Lavaix, Aster de San Pedro de Tabernas,   Manasses de Aurigema de Urmella, Sanila de San Andrés de Barrabés e Isarno de San Esteban.

Allí estaban también los canónigos de la Catedral de Roda, nombrados gran parte de ellos gracias al apoyo de Borrell como arcediano.

Y finalmente, y eso era lo más importante, allí estaban representando al pueblo de Ribagorza los más importantes hombres del condado:   Riculfo y Arnaldo de Santaliestra, Rodulfi de Fantova, García de Güel,   Abón de Troncedo , Ansilano de Ballabriga, Urrato de Calvera, Bernardo de Ardanué, Aznar de Villanova y García y Atón de Benasque.

De esta forma, la presión ejercida por Mayor y su esposo para impedir el nombramiento de Borrell como obispo de Roda, se vio totalmente frustrada. El empeño puesto especialmente por los abades de los monasterios ribagorzanos en atraer hacia ese nombramiento el mayor número posible de adhesiones, evidenció la situación en la que se encontraban los condes. Una situación de despego total de la realidad ribagorzana.

Desde ese momento, sabedores del escaso eco que despertaban en sus súbditos, cada uno de los condes se dedicó por su parte a conservar aquellos núcleos de influencia en los que todavía tenían cierta consideración.

Ramón centraba sus actividades casi exclusivamente en el condado de Pallars mientras que Mayor pasaba largas temporadas en la Valle Sositana, donde además de tener importantes intereses, contaba con fieles amistades.

Y así, con un condado sin gobierno, empezó el año 1018. Mientras, en los límites occidentales de Ribagorza, un poderoso ejército se constituía a la vez en el garante y la amenaza de la continuidad del condado, máxime desde el momento en que ese mismo verano acababa por dominar las plazas de Ainsa y Boltaña y reunía bajo su dominio todos los territorios al oeste del río Esera.

 

 

 

II

 

Gervasi estaba que no cabía en sí de gozo. Se estaba celebrando en Sopeira la boda de su hija con uno de los principales caballeros de Sort y a esa boda, por la importancia de los contrayentes, habían acudido los condes de Pallars y Ribagorza Ramón III y Mayor.

A la salida del monasterio de Alaón donde se celebró la ceremonia, había mucha gente ansiosa de contemplar unos fastos como aquellos. Gervasi tomó la palabra y con un enorme vozarrón agradeció la presencia de la gente y después de una parrafada acerca de las virtudes de los contrayentes, que ya empezaba a hacerse pesada, finalizó diciendo:

-         … y solo deseo, finalmente, que gracias a esta boda haya pronto nuevas criaturas en mi casa.

-         ¡Y en la de los condes!- se dejó oír una fuerte voz..

-         Si entre dos no pudieron preñarla ¿cómo va a hacerlo uno solo? – se oyó un instante antes de que unas carcajadas surgieran de un sector del gentío.

Ramón, lívido, vio como se extendían los cuchicheos y los comentarios entre la gente. Gervasi, avergonzado, inició rápidamente la marcha por delante de los condes hacia no sabía bien donde, pero intentando por todos los medios acabar con aquella situación tan incómoda.

Durante toda la celebración Ramón estuvo serio, tenso y muy afectado por lo acontecido. Sus acompañantes en la comida evitaron cuidadosamente mencionar nada al respecto y así, bajo una aparente tranquilidad acabó la jornada.

-         ¡Todo el mundo lo sabe y hasta lo dicen en público!- dijo Ramón nada más entrar en la habitación.   ¡Y tienes aún la desvergüenza de negar que hubo algo entre tú y Guillermo!. ¡Debo ser el hazmerreír del condado! ¿Por qué no haría caso yo a quién en su día me avisó de lo que estaba pasando, y me fié de ti?

Mayor estaba escuchándole en silencio sentada en la cama. No tenía absolutamente ninguna expresión en su cara que pudiera denotar intranquilidad o temor.

Entendía perfectamente la posición de Ramón.

Sabía de su disgusto porque en ocho años de matrimonio no habían tenido hijos y no parecía que hubiera posibilidades a esas alturas. Sabía igualmente que los celos lo devoraban. El estaba totalmente convencido de que entre Mayor y Guillermo hubo una relación amorosa pero no sabía si pudo ser antes o después de estar comprometida con él o incluso si pudo continuar después de casados. La negativa de Mayor a aceptar que esa relación se hubiera producido, lo tenía sumido en la duda.

A esas dos circunstancias había que añadir una tercera que quizá pesaba más en el ánimo de Ramón. La presencia de Mayor limitaba considerablemente su acción política en Ribagorza. Cuando pretendía ejercer su influencia se encontraba cada vez con más frecuencia con el desacuerdo o incluso en ocasiones con el enfrentamiento abierto de Mayor.

Todo esto había generado una situación de desapego creciente hacia su esposa, y el convencimiento de que la evolución previsiblemente iría a peor. Si hubiera encontrado una razón suficiente para acabar con esa situación, posiblemente no hubiera dudado. Quizá por ello insistía para obtener el reconocimiento de una relación adúltera por parte de Mayor.

Ella tampoco estaba satisfecha con la situación en la que se encontraba su matrimonio. En realidad pasaban poco tiempo juntos últimamente y muchas veces, esa presencia compartida solo servía para acabar en discusiones frecuentes acerca de lo que debía hacerse en uno u otro condado. Mayor aborrecía el interés de su marido en controlar y decidir sobre cuestiones que solo a ella afectaban como condesa de Ribagorza. No aceptaba que quisiera ningunearla menospreciando su opinión sobre cuestiones que posiblemente no conocía a fondo, pero que en cualquier caso, eran competencia suya.

Además había otro aspecto que la distanciaba cada vez más de su marido. A raíz de unas visitas de araneses y según pudo deducir de los escasos momentos de conversación que pudo captar, estaba casi convencida de que su marido Ramón había tenido algo que ver con la muerte por asesinato de Guillermo Isarno. No había llegado nunca a insinuárselo, puesto que estaba segura de que su marido negaría cualquier implicación. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba y podía observar con la perspectiva adecuada la evolución de los hechos, estaba cada vez más convencida del acierto de sus suposiciones.

Por todo ello, los dos tenían escaso interés en mantener esa relación, al menos en su aspecto real.  En el aspecto formal del matrimonio, Ramón tenía un interés cierto en romperlo: intentar conseguir un heredero para el condado.

Pero había quien tenía un interés quizá mayor que el de ellos en que ese matrimonio entrara en  crisis. García López lo había hablado con Sancho III el Mayor largo y tendido. Mientras ese matrimonio existiera, habría al menos formalmente un poder constituido en Ribagorza y no procedería la acción de los ejércitos navarros sobre el condado.

Sin embargo, tan pronto como el matrimonio entrara en crisis y Mayor viera debilitada su posición, Sancho podría pasar a protegerla y a través de esa acción, dominar y controlar totalmente el condado.

Deberían buscar la forma de que de una u otra manera las circunstancias llevaran a la disolución del matrimonio. Y para ello, Sancho ya disponía de las herramientas  que lo facilitaran.

Con el fin de obtener el apoyo de la Iglesia al matrimonio de su hermana Urraca con Alfonso V de León, Sancho había solicitado la opinión del obispo Oliba de Vich, uno de los más versados representantes de la Iglesia. En una larga carta, el obispo le argumentaba dos cuestiones que impedían el matrimonio que pretendía celebrarse.

Por una parte, los cánones de la Iglesia no permitían matrimonios entre parientes hasta el séptimo grado de consanguinidad.

Por otra parte el concilio de Adge en su capitulo XII, no permitía el matrimonio entre personas emparentadas a raíz de un matrimonio anterior.

Aunque su hermana Urraca estaba afectada por ambas incompatibilidades, esa no fue razón suficiente para impedir su matrimonio, puesto que razones políticas aconsejaban tal enlace. Tenía Sancho un criterio lo suficientemente acomodaticio para no tener en cuenta aquello que pudiera ir contra sus intereses, aunque ello fuera la opinión de un alto dignatario de la Iglesia.

Y la mayor prueba de ello era que inmediatamente vio las posibilidades que tenían aquellas observaciones del obispo Oliba respecto a la situación ribagorzana.

Porque Ramón y Mayor se hallaban a la vez afectos por los dos impedimentos que el obispo señalaba.  Ambos tenían a Ramón I, conde de Ribagorza-Pallars, como tatarabuelo común. Y por otra parte, el matrimonio de Toda, tía carnal de Mayor, con Suñer, padre de Ramón III, permitía la aplicación del citado capitulo XII del concilio de Adge.

En esta ocasión Sancho apoyaría sin duda alguna la validez de esas reglas, de forma que pudieran servir de excusa en la que basar la disolución del matrimonio de Mayor y Ramón.

Unicamente hacía falta encontrar quien, con la autoridad y el conocimiento suficientes, hicieran llegar a Ramón III esa posibilidad, sin que Sancho el Mayor apareciera como involucrado en el asunto. Y eso no iba a ser muy difícil.

 

Cuando Ramón planteó el repudio de su esposa, hubo que llegar a unos acuerdos en lo referente a la posesión y administración de los bienes condales.  Entre Ramón y García López, como plenipotenciario de Sancho el Mayor se acordaron los términos en que iba a gobernarse en un futuro el condado de Ribagorza. Mayor, dado el escaso o nulo apoyo militar que pudiera tener, no iba a poder generar obstáculo alguno.

Así, Ramón controlaría la Ribagorza oriental entendiendo como tal lo situado al este del Noguera Ribagorzana mientras que Sancho ejercería su dominio sobre el resto del territorio.

Mayor, sutilmente, se había visto empujada a tomar, por propia iniciativa, una decisión que en realidad había estado manejada desde el exterior. Sin ningún apoyo en la mayor parte de Ribagorza, el único reducto en que podía sentirse a gusto era allí donde más fiel hacia ella se había mostrado la ciudadanía: a la Valle Sositana. Y hacia allí encaminó su vida.

Sancho a pesar de ejercer un dominio total y absoluto sobre el territorio asignado, tenía buen cuidado en mantener las formas, señalando, siempre que le era posible, que Mayor era quien ostentaba la autoridad condal en toda Ribagorza. No era por tanto infrecuente que en cualquier decisión que implicara a la institución condal, fueran su esposa Munia Mayor y  su tía la condesa Mayor las que, junto a él, firmaran esas decisiones.

Todos los días de aquél largo invierno, hiciera el tiempo que hiciera, Mayor se encaminó al monasterio de San Martín de Benasque y allí, sola ante el santo, repasó toda su vida, sus aciertos y errores. Creyó hallar en sus monólogos con él, la paz que durante años había estado buscando y por ese consuelo estaría por siempre agradecida.

Unos días antes de Pascua llegó a Benasque García López, el Jefe de Palacio de Sancho el Mayor, con una misión especial. Sancho presentaba una oferta a su tía política Mayor y esperaba que la habilidad negociadora del mediador supusiera la aceptación de la misma por parte de la condesa.

Después de comer, junto a la chimenea, García López puso en conocimiento de  Mayor el reciente asesinato de su sobrino García Sanchez, futuro conde de Castilla. Le contó como, dirigiéndose a León en vísperas de su boda, los hermanos Vela, acérrimos enemigos del conde de Castilla y que tanto a su padre como a su abuelo les habían generado problemas, asesinaron al infante.

Esta situación había generado un vacío de poder en Castilla y Sancho III de Navarra, como esposo de Munia Mayor y como gobernante en realidad de la situación condal hasta entonces, había tomado el poder de forma real, con la aquiescencia o al menos la no oposición de los señores castellanos.

Después de aclararle cuantas dudas tenía al respecto, García López planteó a Mayor el objeto de su visita.

-         A los ojos de vuestra sobrina Munia Mayor y de su esposo Sancho, vuestra presencia aquí, perdida entre estas montañas, no es acorde con vuestra dignidad.

-         Pero es mi condado- contestó Mayor.

-         ¿Estáis segura?- añadió él. - Si al menos tuvierais el cariño y apoyo de vuestros vasallos, podría entenderse el que mantuvierais esta posición, pero incluso aquí, en vuestro territorio preferido, muchos os rechazan. Quizá por ser castellana o quizá por vuestro matrimonio con el conde de Pallars, lo cierto es que los ribagorzanos no os han otorgado su cariño y confianza.

-         Yo no les he dado ningún motivo para que me rechacen- dijo quedamente.

-         No es eso lo que aquí estamos tratando. Yo he venido a ofreceros una restitución de vuestra dignidad. Desde la muerte de vuestro sobrino el infante García Sánchez, heredero del condado de Castilla, vuestra sobrina Munia Mayor y a través de ella su marido Sancho, ejercen el poder absoluto desde León hasta estas mismas tierras donde estamos. Gracias a ese poder están en condiciones de ofreceros un lugar de honor en Castilla donde podáis sentiros a gusto.

-         También aquí me siento a gusto- insinuó Mayor.

-         ¿Y os sentiréis igualmente a gusto cuando vuestros apoyos vayan disminuyendo y os sintáis sola en una tierra que no os quiere?

 

Mayor quedó meditando largo rato. García López la observaba atentamente y pudo ver como una furtiva lágrima resbalaba por la mejilla de la condesa.

 

-         ¿Qué puesto de honor es ese que me ofrecéis, en nombre de mi sobrina?

-         Habría varias posibilidades, pero tengo instrucciones precisas de indicaros que el que ella considera más satisfactorio sería el de abadesa del monasterio de San Miguel de Pedroso.

-         ¿Sabéis que razones han movido a mi sobrina a pensar que ese sería un puesto en el que pudiera sentirme a gusto?

-         Debéis pensar que vuestra hermana Urraca es abadesa del monasterio de  Covarrubias y vuestra sobrina Trigidia es abadesa de San Salvador de Oña. Las dos están muy satisfechas con el puesto que ocupan y con los honores y prebendas que el mismo conlleva. Es de suponer que vuestra situación al frente de San Miguel, comportaría las mismas satisfacciones para vos. Os pido que lo meditéis, pero os rogaría que en un breve periodo de tiempo me deis vuestra respuesta, puesto que en caso de no aceptar habría que proceder al nombramiento de otra abadesa.

 

Los cerezos de la huerta del monasterio de San Miguel de Pedroso estaban repletos de fruta. Aquél estallido de color parecía saludar a Mayor, la nueva abadesa, el día en que era presentada a la congregación.

Además del rey Sancho y su esposa Munia Mayor, en un sitial preferente se encontraban su hermana Urraca y su sobrina Trigidia. Entre las dos, y destacando por su compostura se encontraba Oneca, su otra hermana, miembro distinguido del monasterio de San Salvador de Oña.

Los cánticos de acción de gracias le recordaron aquellos otros cantos del día de su matrimonio en el monasterio de Alaón allí en la lejana Ribagorza. Y no pudo evitar que el recuerdo de Guillermo Isarno pasara fugazmente por su mente…

 
 
 
EPILOGO

 

 

Aún parecían oírse los cánticos de duelo por el alma del rey Sancho III cuando a  San Miguel de Pedroso llegó la noticia de que Trigidia, la abadesa de San Salvador de Oña, había muerto y que posiblemente había sido envenenada. Urraca  como abadesa de Covarrubias y Mayor como abadesa de San Miguel, movieron los hilos necesarios para que su hermana Oneca fuera elegida la nueva abadesa de San Salvador.

El mismo día de la elección, y ante la tumba de su cuñada Urraca Salvadorez muerta diez años antes,  Mayor  hablaba con el espíritu de su vieja amiga.

 

Le contó el agradecimiento que sentía hacia su hija Munia Mayor. Y allí recordó el último gesto de su sobrina y su marido Sancho para con ella.

 

Cripta visigotica de San Antolín

 

 

 

Le contó como sobre la antigua cripta visigótica construida por el rey Wamba en Palencia  para guardar los restos de San Antolín, se había construido una nueva cripta muy hermosa.

Le contó también como la ceremonia de consagración de esa cripta coincidió por expreso deseo del rey, con la erección de la diócesis de Palencia y en el acta de esa erección, quisieron Sancho III y Munia Mayor que constara la firma de Mayor, abadesa de San Miguel de Pedroso, como condesa de Ribagorza.

Y le contó como allí, ante toda la nobleza castellana, Mayor, última condesa de Ribagorza, sintió como en verdad, desde la lejanía, podía aún ejercer los honores que tal cargo comportaba. Y como ufana y consciente de la importancia del momento, estampó su firma con decisión tras la del rey Sancho III.

Recordando el interés que Urraca mostraba siempre porque Munia Mayor llegara a construir una iglesia, quiso prometerle allí, ante su tumba, que haría lo posible porque Mayor cumpliera su deseo. Y añadió algo que hasta entonces había mantenido para sí misma. La iglesia que su hija hiciera, debería estar dedicada a San Martín como reconocimiento al auxilio espiritual que de él obtuvo, a lo largo de sus muchas oraciones en el monasterio dedicado al santo durante su estancia en Benasque, allá en el Valle Sositano.

Tres años más tarde, la condesa Mayor de Ribagorza, abadesa de San Miguel de Pedroso, moría en los brazos de  Munia Mayor. Las últimas palabras que salieron de sus labios, o al menos eso le pareció oír a su sobrina fueron:

-          ... y recuerda la promesa que hiciste a tu madre... y la que me hiciste a mí. Debes construir una iglesia... dedicada a San Martín...

 

En 1066 y con el objetivo de descansar para siempre en ella, Munia Mayor, viuda de Sancho III de Navarra desde hacía más de treinta años, presidía, llena de emoción, la consagración de la más hermosa iglesia jamás construida, dedicada a San Martín, en Frómista. 

 

 

San Martín de Frómista